martes, 29 de julio de 2014

lunes, 28 de julio de 2014

EL MACHISMO Y EL SIDA

La mujer apenas podía contener las lágrimas. Estaba contándoles su historia a oficiales del Seguro Social. Era la misma historia de muchas mujeres como ella, una historia que es drama y que es, a la vez, tragedia.
Se llamaba Rosario Servín, y tenía treinta y nueve años de edad. Vivía en una de las grandes capitales de América Latina, era viuda y tenía seis hijos. Su esposo había muerto de SIDA, y ella también estaba infectada. Rosario acababa de perder su casa, que era la única herencia, además de la enfermedad, que le dejó su esposo.
Tales casos representan una epidemia. Miles y miles de mujeres pueden contar la misma historia. Casadas con un hombre machista, deben aguantar pacientemente todo lo que él haga.
El esposo, que tiene todas las mujeres que quiere, vive en completo abandono y se enferma de SIDA. La mujer no se atreve a decir una sola palabra, ni a preguntar cuántas mujeres tiene ni a ensayar la menor protesta. Lo aguanta todo pacientemente, pidiéndole a Dios que su esposo cambie, pero en vez de cambiar él le transmite a ella el virus mortal.
Se cuenta que cuando Hernán Cortes conquistó México, los príncipes aztecas le traían lotes de hasta veinte muchachas vírgenes para que escogiera la que más le gustara, y distribuyera a las restantes entre sus capitanes. Esa es parte de nuestra herencia. Con la proliferación del machismo, de la lujuria y del pisoteo cínico de las normas divinas del sexo y del matrimonio, ¿cómo no van a haber en las Américas millones de casos de SIDA?
Tenemos quinientos años de «civilización» en nuestros países de habla española. ¿Y a qué hemos llegado? Lo que salta a la vista es un enorme desmoronamiento moral, espiritual, económico y político.
¿Qué es lo que falta en nuestra sociedad? Falta algo que la civilización no ha podido darnos. Falta algo que la cultura no ha podido darnos. Incluso, falta algo que la religión tampoco ha podido darnos. Falta Dios introducido en cada fibra de nuestra vida. Falta una relación personal con el Señor Jesucristo.
Cristo puede entrar en nuestra vida desalojando de nosotros todo lo que es malo. Él puede regenerarnos y limpiarnos, y hacer de nosotros —de cada hombre y cada mujer que se entrega a Él— una nueva persona. Cristo, y no la religión, es lo que salva. Dejémoslo entrar en nuestro corazón. Ese será el principio de una nueva vida. Dejemos que entre hoy mismo. Él quiere ser el Señor de nuestra vida.
Hermano Pablo

AMIGO

Buscando la definición de la palabra amigo en el diccionario me encontré con una cantidad increíble de definiciones y la verdad que no sabía con cual quedarme.
Amigo significa desde un compañero del alma y corazón hasta un palo que usan los mineros ayudarse a bajar a los pozos.
Sin embargo me puse a pensar que más valioso sería encontrar una definición clara de lo que la palabra de Dios dice respecto de esta palabra.
En mi búsqueda quedé sorprendido y no solo eso, después de entender la definición que me daba la Biblia, me vi obligado a tener que redefinir mi lista de amigos.
Cuidado, que no se mal interprete, tengo que redefinirla a causa mía y no de los demás, pues comprendí que en gran manera depende de mí mismo y no de los demás.
Jesús define la amistad en base a dos valores y son los que él (Jesús) estaba dispuesto a hacer por sus amigos: sacrificarse a sí mismo y cumplir lealmente con ellos.
Los amigos de Jesús eran aquellos por los cuales Jesús estaba dispuesto a morir siendo leal a sus promesas.
Es interesante como Jesús llama amigo a Judas, vean ustedes mismos:
“Y Jesús le dijo: Amigo, ¿a quévienes? Entonces se acercaron y echaron mano a Jesús, y le prendieron” (Mateo 26:50 RV1960)
Jesús lo llama „amigo“¿No es una ironía de su parte?, Pues, no. Así se comportó Jesús, también estaba dispuesto a morir por Judas.
Judas responde a la amistad de manera distinta y dice “no soy tu amigo”, rompiendo claramente el lazo que los une.
La amistad no se define en base a favores, esa definición es humana, la amistad que propone Jesús es algo mucho mayor, compleja y comprometida. Es una amistad que no conoce límites, dispuesta a todo por amor.
Aquí Jesús define muy claramente este código de amistad que él tenía:
“Nadie muestra más amor que quien da la vida por sus amigos. Ustedes son mis amigos, si hacen lo que les mando.” (Juan 15:13-14)
La amistad con Jesús requiere de una respuesta recíproca. Es decir Jesús también demanda de nosotros amor y lealtad. Sin esta reciprocidad, la amistad pierde su esencia y deja de ser amistad.
La amistad con Jesús tiene una demanda, pero no una demanda egoísta, el obedecer por el obedecer, sino que encierra una expresión de amor a veces difícil de descubrir. Justamente eso que Jesús nos manda hacer tiene por destinatario del bien a quién cumple esos mandamientos.
Quiero destacar esto, Jesús no quiere que le obedezcas para valorarte como amigo, él quiere que obedezcas para que seas beneficiado a causa de su amistad.
Vamos ahora a la amistad entre nosotros humanos, como deberíamos definirla y bajo qué valores deberíamos aplicarla.
Yo creo que desde la misma forma en la que Jesús la define y la marca.
La amistad entre nosotros debe estar separada de conveniencias y favoritismos. No se trata de un beneficio sino se trata de un acto de amor.
Yo tomo la amistad de alguien decidiendo amarle y demostrarle mi sincero y desinteresado sentir, claro que pueden rechazarla, pero yo debo demostrarla y darle arranque en esto.
No habráamistad si no hay sacrificio, este es un código fundamental.
Usted pude ahora mirar su lista de sus amigos y responder sinceramente para cada uno de ellos:
¿Estoy dispuesto a dar la vida por este amigo?
No se pregunte si ellos merecen su amistad, eso no sería bíblico ni cristiano.
Trate de llevar esa lista de forma sincera y deje que el amor fluya de usted.
Recuerde que Judas llegaba dispuesto a entregar a Jesús, había decidido entregarle con un beso, Jesús en vez de llamarlo traidor, no cambia en su trato para con él, el código de la amistad de Jesús es invariable como su Palabra también lo es. Y eso se refleja en sus palabras al Judas que llega a entregarle: “AMIGO, ¿a que vienes?”
No siempre podrás ser amigo de todos, algunos aceptarán tu amistad, otros la rechazarán. Sin embargo tú no rechaces a nadie, que no sea tu decisión terminar con una relación de amistad, no utilices el rechazo para justificar el terminar con una amistad. Nunca cierres la puerta de la amistad, déjala siempre abierta, tal vez alguien que te rechazó sienta con el tiempo el deseo de regresar.
Habiendo rechazado la amistad de Jesús, Judas no pudo seguir adelante con su vida, su mala decisión le ocasionó una tristeza tan grande que no la pudo sobrellevar. Sin embargo Pedro, supo aprovechar la oportunidad que se le dio, cuando después de haber negado tres veces al Señor, se arrepintió y lavó en amargas lágrimas el dolor de haber rechazado al Señor. Jesús no le cerró las puertas de su amistad, por el contrario lo animó y confirmó su llamado: “Apacienta mis ovejas”.
Mis amigos son aquellos que hacen lo que mi amigo Jesús manda.
Yo personalmente quiero tener un millón de amigos y la verdad que me encantaría llenarme de ellos, como los define proverbios asílos deseo, verdaderos:
“Hay quienes parecen amigos pero se destruyen unos a otros; el amigo verdadero se mantiene más leal que un hermano (Proverbios 18:24 NTV)
Miro ahora la lista de mis amigos y digo: ¿A ver, estoy dispuesto a ser leal con ellos?
Dios te bendiga.

EL GUSANO ATRAPADO

Un indígena oriundo de Centroamérica había hallado la paz en Dios. Había cambiado radicalmente, de una vida de depravación, borracheras e infidelidad, a una vida de verdadera satisfacción y paz. Siempre hablaba de su salvación y de lo que Jesucristo había hecho por él. No le importaba dónde estuviera ni quién estuviera viéndolo o escuchándolo. A todos les daba el testimonio de su conversión.
Un día un amigo suyo le preguntó:
—Churunel, ¿por qué hablas tanto de Cristo?
Churunel no respondió de inmediato, sino que comenzó a recoger palitos y hojas secas que fue colocando uno sobre otro en un círculo. Entonces buscó hasta hallar un gusanito, y lo puso en el centro del círculo. Todavía sin decir palabra, encendió un fósforo y lo acercó a las hojas y a los palitos secos.
El fuego dio la vuelta al combustible seco, y el gusanito atrapado comenzó a buscar locamente cómo salir, pero no podía.
Por fin el fuego avanzó hacía el centro, y el calor se fue acercando al gusano. Éste, desesperado, levantó en alto la cabeza como para respirar, cuando menos, un poco de aire fresco. El gusanito sabía que su único refugio tendría que venir de arriba.
Al verlo así, Churunel se inclinó y le extendió sus dedos. El gusano se asió de ellos y el indígena sacó el gusano de en medio del fuego. Fue hasta entonces que emitió su primera palabra.
«Esto —explicó Churunel— es lo que Cristo hizo por mí. Yo estaba atrapado en los vicios del pecado, y no había esperanza de salida. Había tratado, por todos los medios posibles, de salvarme a mí mismo, pero me era imposible.
»Entonces el Señor se inclinó hacia mí y me extendió su mano. Lo único que tuve que hacer fue asirme de Él. Cristo me sacó de esa prisión. Por eso no puedo dejar de contarles a todos lo que hizo por mí.»
Lo cierto es que aquel indígena describió a la perfección lo que Cristo puede y quiere hacer por cada uno de nosotros. Sin Cristo estamos atrapados. Más vale que reconozcamos de una vez por todas que la vida real no respalda el argumento popular que dice: «El día que yo quiera dejar el vicio, puedo dejarlo.» De no ser por una ayuda que venga de arriba, moriremos en nuestros pecados.
Cristo está cerca de nosotros y nos extiende la mano. Sólo tenemos que asirnos de ella. Churunel lo hizo y encontró paz. Así como él lo han hecho millones más, y han hallado la paz. ¿Por qué no hacerlo nosotros también? Cristo quiere rescatarnos y darnos su paz.
Hermano Pablo

martes, 22 de julio de 2014

viernes, 18 de julio de 2014


YO VOY CONTRA TI EN EL NOMBRE DEL SEÑOR TODO PODEROSO " SAMUEL 17:45

martes, 15 de julio de 2014

«LA PESTE ROSA»

Era un billete de cien dólares. Un billete nuevo, legítimo, que pasó de la mano de Eduardo Hasse Artog, ciudadano suizo, a la de una atractiva joven de Cajamarca, Perú. Un trato común callejero. Un negocio que suele hacerse en ciertas zonas de la ciudad. Relaciones sexuales por dinero, dinero por relaciones sexuales.
Pero algo más le pasó ese día el ciudadano suizo de treinta y dos años a la bella joven de Cajamarca. Le transmitió el temible, implacable y mortal virus del SIDA. El hombre, aquejado de violentos dolores estomacales, ingresó en una clínica poco después y, al hacerse los análisis, descubrieron el mal. Los diarios de Lima comentaban: «La Peste Rosa llegó a Cajamarca.»
Parece que las enfermedades tienen colores. Famosa es en los anales de Europa «la peste negra», que en el siglo catorce mató a la tercera parte de los habitantes de ese continente. Hizo estragos también «la peste roja», caracterizada por manchas rojizas en la piel. Conocemos además «la peste blanca», nombre que le dieron los polinesios a la sífilis, que fue llevada a sus islas paradisíacas por los blancos. Y también sabemos de la escarlatina, llamada así por el escarlata de la piel del enfermo. Ahora ha hecho su aparición, en este arco iris pavoroso, el SIDA, «la peste rosa».
El mundo está preñado de dolor, de agonía, de enfermedad, de peste, de destrucción y de muerte. ¿Habrá algo que pueda librarnos de esta pavorosa condición en la que vivimos? No parece haber solución humana que se vislumbre. Parece más bien que todo va de mal en peor. Y sin embargo hay esperanza en dos sentidos.
En el sentido individual, podemos estar en este mundo sin que nos contamine. Podemos estar en medio de la maleza moral sin contagiarnos ella. El que tiene a Jesucristo en su corazón tiene una salud espiritual maravillosa, que lo acompaña en las luchas de esta vida.
En el sentido colectivo, Cristo viene otra vez a esta tierra para establecer su reino de paz y bienestar. Si le entregamos nuestra vida, tendremos paz en este mundo y esperanza de salud eterna en su reino venidero.
Hermano Pablo

FALLA EN EL SISTEMA DE FRENOS

Altas cumbres de los Andes venezolanos. El camino baja y sube como grisácea serpiente de cemento. Hay curvas, y hay descensos, y hay abismos que se abren a ambos lados del camino, ora a la izquierda, ora a la derecha. Los paisajes son de ensueño, y el tiempo, bueno y plácido.
Un autobús del liceo militar «Jáuregui» corría a excesiva velocidad. Iba cargado de jóvenes estudiantes. Al aproximarse a un puente entre las localidades de La Grita y La Fría, estado de Táchira, el chofer intentó aplicar los frenos. Pero los frenos no respondieron. El autobús falló la entrada al puente y cayó al abismo.
En la caída y en el incendio que siguió, murieron destrozados y quemados treinta y cuatro estudiantes.
Falla de frenos. Eso fue todo.
Muchas tragedias como ésta se registran anualmente en todas partes del mundo. Falla de frenos. Cuando más se necesitan buenos frenos para detener la marcha de un vehículo cargado de pasajeros, es cuando fallan. Y quedarse sin frenos es anticipo de catástrofe y de muerte.
Un auto, un camión, un tren, que se queda sin frenos, es un vehículo que se precipita hacia un desastre inevitable. ¿Y qué del hombre que se queda sin frenos morales? También se precipita hacia desastres, problemas y ruinas.
Un hombre que se queda sin frenos morales dice una palabra hiriente, que quisiera retirar en el acto, pero ya no puede. Y esa palabra hiriente puede traer la ruptura de una vieja amistad.
Un hombre que se queda sin frenos morales puede beber un día hasta rodar por el suelo, y ese puede ser el principio de su ruina total. Porque el alcohol es un inquilino insidioso que, una vez metido dentro, ya no quiere salir.
Un hombre que se queda sin frenos morales puede caer en el adulterio, y ese adulterio quebrar el corazón de la esposa, disolver el hogar, estropear la salud mental de los hijos y hacer naufragar a toda la familia.
Y es que los frenos morales del hombre son muy frágiles. Se descomponen y fallan fácilmente.
Por eso necesitamos de otros frenos, frenos que jamás fallen. Esos frenos de la conducta, las palabras y las acciones sólo los tiene Cristo. Hagamos de Cristo el Señor y Salvador de nuestra vida, y nuestro supremo conductor moral.
Hermano Pablo

HABLAR CON DIOS

Desde pequeña recibí la primera y sencilla enseñanza de que la oración es “hablar con
Dios.” Así la entendí, con la certeza de esa verdad, y con la credulidad inquebrantable
que caracteriza a los niños. Mis primeras experiencias fueron lógicamente las
oraciones junto con mis compañeros de la clase de la Escuela Bíblica de Niños, con
la guía de la maestra o maestro; pero las experiencias más profundas “de hablar
con Dios” en mi infancia, fueron las compartidas con mi abuela paterna cuando
me quedaba a dormir en su casa. Desde mi perspectiva de adulta, me veo una niña
asombrada por la reverencia de mi abuela ante la presencia del Padre, que ya anciana
se arrodillaba sobre un pequeño almohadón junto a su cama, y me invitaba a mí a orar
con ella.

Tanto ha sido ese impacto en mi vida, que cuando tengo que hablar con Dios sobre
temas muy importantes y profundos, busco mi almohadón y me arrodillo también
junto a mi cama.

Dijo Jesús: “De cierto, de cierto os digo, que todo cuanto pidiereis al Padre en mi
nombre, os lo dará...pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido”. Juan 16:
23-24 (RV60).

En esta versión aprendí de memoria este versículo, guiada por mi abuela. Palabras
que tuvieron y tienen tanta fuerza para mí; porque las dijo Jesús mismo, porque se
imprimieron en mi corazón de niña que no dudaba de que iba a recibir de mi Padre
lo que le pedía, y porque tenía la promesa de que Dios quería que mi gozo fuera
cumplido, de que mi alegría fuera completa.

El tiempo fue pasando, y con él muchas experiencias diferentes acerca de la oración.
Entendí que hablar con Dios es mucho más que lo que enuncia esta frase.
Uno de los deseos más profundos de mi corazón ha sido ser “una mujer de oración”,
y cuántas veces me he sentido frustrada por no lograrlo! Aún sabiendo y creyendo
que la oración es un arma poderosa, y que su poder radica en Dios mismo, muchas
veces significó buscar a tientas y sufriendo tropezones. Es que la oración lleva tiempo,
implica entrega, búsqueda genuina. Su calidad está relacionada con el concepto que
tenemos acerca de Dios y su poder.

“...Sean ustedes juiciosos, y dedíquense seriamente a la oración.” 1a Pedro 4: 7 (DHH)

La oración nos demanda honestidad con Dios, y lo más difícil: con nosotros mismos.
Cuesta entender que nuestro Creador no nos pide perfección para ser dignos de tener
una vida de oración. Él quiere que empecemos ya mismo, con todas nuestras cargas,
nuestras falencias y carencias; espera que nos acerquemos a Él así con lo que somos,
con lo que tenemos (ni más ni menos), y con lo que podemos. Qué liberación saber
que nuestro Padre sabe cuáles son nuestras limitaciones. Que podemos empezar aquí
y ahora.
Podemos descubrir que Dios, de manera lenta y bondadosa nos revela nuestros
lugares escondidos, o a los que sí sabemos cómo llegar pero no nos atrevíamos a abrir
sus puertas.

“Porque el Señor cuida a los justos y presta oídos a sus oraciones”. 1a Pedro 3:12 (DHH)

Sigamos intentando y experimentando en esta fuente inagotable de poder dada tan
generosamente por Dios a sus hijos. Y aunque como seres humanos no alcancemos
a vislumbrar el profundo significado de este acto tan sencillo como supremo, el de
“acercarnos confiadamente al Trono de la Gracia”, no disminuyamos el paso, no
abandonemos esta carrera...

Escribió Richard Foster: “La oración es la avenida principal que Dios usa para
transformarnos. Si no estamos dispuestos a cambiar, seguramente abandonaremos la
oración. Pero en la oración real, comenzamos a pensar como Dios piensa, a desear lo
que Él desea; a amar lo que él ama. Progresivamente aprendemos a ver las cosas desde
su punto de vista”...

¡Que así sea! 
(Andrea Alves)

viernes, 11 de julio de 2014

jueves, 10 de julio de 2014

miércoles, 9 de julio de 2014

Debemos de confiar en dios, porque la prueba nos vendrá,pero dios nos dará la fortaleza para poder resistirla

lunes, 7 de julio de 2014

HOGAR, AMARGO HOGAR

El apartamento era pequeño. Constaba de dos cuartos, un baño, un comedor y una cocina. La cuota mensual del arriendo era baja, pues estaba ubicado en una zona popular de Nueva York. Aunque pequeño y humilde, eso no impidió que en él se colocara el tradicional cartelito que se pone en tantas casas y que dice: «Hogar, dulce hogar».
Lamentablemente, el cartel que debía habérsele colocado a ese apartamento era todo lo contrario: «Hogar, amargo hogar». Porque la familia que habitaba allí, compuesta por Herman McMillan, de cuarenta y dos años, su esposa Frances, de treinta y cuatro, y sus nueve hijos, de uno a dieciséis años de edad, vivía de una manera deplorable. En ese hogar los padres maltrataban física y sexualmente a sus hijos. La policía que investigó el caso describió a la familia como «una llaga de la gran ciudad».
A menudo se oye decir que el hogar es el cielo en la tierra, que no hay mayor felicidad que la que se puede hallar entre las cuatro paredes del nido familiar, que todas las penas de la calle se dejan cuando uno traspasa el umbral de ese lugar querido. Y todo eso es cierto, hermosamente cierto. Hay muchísimos casos de familias unidas, cariñosas y amables que, aunque pobres, saben ser felices con lo poco que tienen. En esos hogares sí que se puede aplicar el dicho: «Hogar, dulce hogar».
Pero hay otros hogares en que no cabe ese dicho, como el de los McMillan. En lugar de un cielo, es un infierno. En vez de reinar la paz, reina la violencia. En vez de vivir en armonía, se vive en discordia. En lugar de recibir amor y cariño, los hijos reciben brutales palizas. Y lo que es peor, los padres, en lugar de respetar de un modo sano y maduro a sus hijos, los maltratan sexualmente: el padre, a sus hijas; y la madre, a sus hijos.
¿A qué le podemos atribuir la culpa de semejante atrocidad? A dos vicios mortales que entraron a aquella casa: el alcohol y la cocaína. Cuando esos dos males terribles se posesionan de un hogar, lo degradan, lo envilecen y lo descomponen.
Los hijos del matrimonio McMillan recordarán siempre, con angustia, con horror y con rabia, el hogar frío que les dieron sus padres, y llevarán el resto de la vida el estigma del abuso deshonesto y la marca de la degradación. No dejemos nunca que entren a nuestra casa ni el alcohol ni la droga, ni los introduzcamos jamás en nuestro organismo. Considerémoslos nuestros mayores enemigos. Aborrezcámoslos y combatámoslos. Jesucristo desea ayudarnos, entrando Él, más bien, a nuestro corazón. Él no sólo tiene el poder para vencer esos enemigos, sino también un profundo interés en nuestro bienestar personal. Démosle entrada a nuestra vida antes que sea demasiado tarde.
Hermano Pablo

«LA MUERTE DE LA MUERTE»

Julio Azael Zepeda, de Barranquilla, Colombia, se probó el traje una vez más. Era un traje viejo, de más de cinco años, pero por eso mismo le tenía más aprecio. Todo lo encontró correcto: las medidas, el color, la tela, los adornos. Y como desde hacía cinco años, sonrío satisfecho.
Después de colgar el traje en el ropero, salió a la calle. En pocos días comenzaba el carnaval barranquillero, pero en la calle, inesperada e intempestivamente, lo atropelló un carro tirado por mulas. Julio Azael encontró la muerte, y allí en el ropero quedó esperándolo su traje de «La muerte». Porque ese era el disfraz que usaba con todo éxito cada año en el carnaval. Se vestía de muerte para desafiar a la muerte.
«Fue la muerte de la muerte», anunciaron los diarios de Barranquilla.
Aquí tenemos otra de tantas ironías de la vida. Julio Azael Zepeda se disfrazaba todos los años con el disfraz de Muerte: paños negros, esqueleto pintado, calavera pálida. Era uno de los mejores disfraces del carnaval de Barranquilla. Pero de tanto bromear con la Muerte, la Muerte de Carnaval, lo sorprendió la otra muerte, esa que no es un disfraz ni un chiste ni un carnaval: la muerte auténtica y verdadera.
Lo que llamó la atención fueron los titulares de los diarios: «Murió la Muerte»; «La Muerte encontró a la muerte»; «La muerte de la Muerte». Todos los titulares giraban en torno a la misma paradoja, la misma ironía, el mismo chiste macabro.
Sin embargo, el concepto de «la muerte de la muerte» es perfectamente bíblico. Es una de las promesas más grandes que Dios le ha hecho a la humanidad. Lo expresa en verso el profeta Oseas en el capítulo 13 de su profecía: «¿Dónde están, oh muerte, tus plagas? / ¿Dónde está, oh sepulcro, tu destrucción? / ¡Vengan, que no les tendré misericordia!» (v. 14).
Y en el libro del Apocalipsis, la última gran profecía de la Biblia, se estampa: «Ya no habrá muerte» (21:4). La muerte, que ha sido la compañera inseparable del hombre desde el día en que Adán pecó y ha sido la más temible experiencia de todas, un día dejará de existir. Ya no atacará más, ni morderá más, ni volverá a destruir felicidades e ilusiones, ni a provocar dolores y lágrimas.
Sólo Jesucristo, el Señor resucitado y viviente, tiene el verdadero y absoluto poder sobre la muerte y el sepulcro. Sólo Cristo tiene vida eterna para darnos.
Hermano Pablo

sábado, 5 de julio de 2014

"MÍA ES LA VENGANZA, YO PAGARE, DICE EL SEÑOR" romanos 12:19

viernes, 4 de julio de 2014