Durante la noche hizo un repaso de toda su vida. No había sido una vida larga: sólo veintiséis años. Desde más o menos seis años de edad no había recuerdos buenos. Recordó desobediencias, malos tratos, peleas callejeras, poca escuela. Recordó también su adolescencia, la flor de la juventud y... drogas.
Se trataba de Gary Salvany, convicto de dos asesinatos, preso en el estado de Florida y condenado a morir por inyección letal.
A las seis de la mañana fueron por él a su celda. Había llegado la hora. Gary se puso de rodillas y elevó una sencilla oración a Dios. Luego caminó humildemente, custodiado por dos guardias, hasta la cámara de ejecución. Allí les dijo a los presentes: «Los amo a todos. Denle un beso de despedida a papá y a mamá. Yo me voy con Cristo.» Y Gary Salvany murió en la camilla de ejecución de la prisión. «Murió como creyente en Cristo», informó el capellán, y todos los diarios lo citaron: «Murió como creyente en Cristo.»
¿Cómo puede morir «como creyente en Cristo» un hombre que es ejecutado por dos homicidios violentos? ¿Cómo puede morir «como creyente en Cristo» un hombre que vivió toda su vida como un rebelde? ¿Cómo puede una persona llegar al fin de sus días con un tubo insertado en un brazo por donde le llega la solución letal por homicida, y todavía morir «como creyente en Cristo»?
Parece ilógico, absurdo y contradictorio, pero teológicamente no lo es. Ese muchacho, que desde la adolescencia anduvo en drogas, que se relacionó con delincuentes y se hizo al fin delincuente él mismo, escuchó en la cárcel la buena noticia de Cristo. Allí supo que Cristo había muerto por sus pecados y que sólo era necesario creer en Él y aceptar esa obra bendita para recibir la redención completa, el perdón absoluto, el regalo de vida eterna.
Cuando Gary comprendió eso, reconoció sus faltas y su condición perdida, y clamó por perdón, Jesucristo lo perdonó y lo recibió en su reino celestial, igual que al criminal arrepentido que fue crucificado al lado suyo.
La redención de Gary Salvany fue notable por lo horrible de su crimen. Pero ante la perfección de Dios, todos somos pecadores. Nadie merece sus favores. ¿Qué hacer entonces? Lo mismo que hizo Gary: comprender el significado de la cruz, reconocer nuestra condición perdida y clamar a Dios por perdón y vida eterna. Él se la dará a quien en humildad sincera se la pida.
Hermano Pablo