Era un pequeño restaurante, uno de esos que llaman «de comida
rápida». El hombre, de treinta y ocho años de edad, entró a comer un
sándwich de pavo. Comió bien, pero luego, además de no pagar, asaltó al
cajero y le sacó ocho dólares.
El plan le salió tan bien que Guillermo Molina siguió haciendo lo
mismo por tres meses. Comía comidas suaves y lo hacía rápidamente.
Luego asaltaba al cajero, extrayendo el dinero que hubiera en caja, y
se iba lo más campante.
Cuando lo arrestaron, el juez lo condenó a veinticinco años de
prisión: un año por cada comida rápida que consumió y no pagó. De ahí
en adelante, durante veinticinco años consecutivos, tendría comida, si
no buena y abundante, por lo menos gratis: comida de cárcel.
¡Cuántas personas hay que comen cosas que parecen ser agradables,
sin saber que se están indigestando! El hombre y la mujer que hacen el
mal tienen la tendencia a encubrir sus faltas, y buscan justificar todo
lo que hacen. Se juzgan a sí mismos y se declaran inocentes. Y siguen
haciendo el mal hasta que la conciencia, cansada de acusar, deja de
insistir.
Hay personas que viven en adulterio por años. Piensan que es una
comida agradable. Hasta se sienten satisfechos de hacerlo, pensando que
son triunfadores. No obstante, es comida que indigesta matrimonio,
relaciones, vida y alma.
Tarde o temprano, la consecuencia de esa comida producirá tal
indigestión que desearán morir. Cuando familiares, especialmente hijos,
les den la espalda, querrán borrar para siempre esa mancha. Pero una
vez hecha, queda para siempre. Toda infracción indigesta. Todo pecado
hace mal. Toda maldad, en una forma u otra, mata.
¿Qué debemos hacer, una vez que hemos caído? ¿Qué esperanza nos
queda, una vez que nuestro pasado ha quedado manchado? ¿Cómo podemos
limpiar esa mancha?
El primer paso es reconocer que hemos caído. Cuando reconocemos
nuestro error y deseamos levantarnos, ese deseo es el comienzo de
nuestra restauración: toca el corazón de aquellos a quienes hemos
herido, y despierta en ellos el deseo recíproco de mostrarnos amor y
aceptación.
Además de eso, el arrepentimiento sincero toca también el corazón
de Dios. Cuando Él ve en nosotros una humildad genuina, entra a nuestra
vida con su gracia salvadora y nos cambia por completo. Cristo sana,
limpia, justifica y regenera. Permitámosle que lo haga. Él nos dará una
nueva vida.
Hermano Pablo