Eran las tres de la mañana de un 14 de enero en la ciudad de México.
Era la hora en que más gente nace y en que más gente muere. Era también
la hora en que más robos se cometen y en que más pavorosos incendios
estallan.
A esa hora hubo un incendio en la casa de la familia Hernández. El
único en la casa era José Hernández, de doce años de edad. Él dormía
solo en un cuarto, pero no pudo escapar. ¿Por qué? Por las rejas de
seguridad. José murió de inhalación de humo, agarrado tenazmente a las
rejas, que no pudo romper.
Se les llama rejas de seguridad porque suponen impedir la entrada
de ladrones. Sólo que en caso de incendio, estas rejas se convierten en
trampa. Y esta no es la única manera en que alguien encuentra la
muerte al buscar la salvación.
Miguel iba huyendo de un tornado que avanzaba hacia él. Para
protegerse se refugió debajo de un gran árbol que él suponía era
seguro. Pero el árbol fue arrancado desde las raíces y cayó sobre
Miguel, matándolo en el instante.
Raimundo Solís tuvo un accidente a media noche. Abandonando su
auto, salió corriendo. Era —pensó él— la única forma de protegerse.
Pero en el accidente quedó una niña muerta. Las autoridades, siguiendo
la información que suministraban las placas, encontraron a Solís, y lo
hicieron pagar su crimen tras las rejas de una cárcel. Lo que él pensó
ser protección fue su destrucción.
La esposa de Antonio Becerra, cajero en un banco, estaba muy
enferma, y Antonio no tenía lo necesario para pagar la medicina.
Antonio no sabía qué hacer. Su fiel compañera languidecía al borde de
la muerte.
Finalmente Antonio cedió a la tentación. Alterando cuentas, robó
dinero de la caja; pero lo descubrieron. De ahí que perdiera su empleo y
su libertad misma.
Nunca puede un mal resultar en un bien. La deshonestidad, sea cual
sea la razón, siempre rebota y nos destruye. El emplear medios
corruptos, aun para hacer un bien, no es el camino a seguir. Buscar lo
bueno haciendo lo malo no sólo anula el bien que buscamos, sino que
destruye el elemento de mayor protección que tenemos: nuestra
conciencia.
En cambio, si seguimos virtudes divinas, tales como la integridad y
la honradez, a la larga venceremos. Porque nadie que obedece las
normas de Dios termina destruido. Entreguémosle nuestra vida a Cristo.
Sometamos nuestra voluntad a su señorío. Tarde o temprano el bien
triunfará sobre el mal.
Hermano Pablo