Se necesitó bastante paciencia hacer nudo tras nudo. También hizo
falta paciencia para juntar habilidosamente tantas sábanas, sobre todo
en ese lugar tan vigilado. Pero el hombre coleccionó sesenta sábanas e
hizo ciento veinte nudos. Y deslizándose por esa cuerda de sábanas,
bajó catorce pisos.
Una hora después de su hazaña, Ahmad Shelton, de veintiséis años
de edad, llamó por teléfono al periódico «Los Ángeles Times» y dijo:
«Gracias por las sábanas. Sirvieron para escaparme. Se las dejé a la
policía.» Quién sabe cómo logró conseguirlas del periódico, pero ahora
que había escapado, las devolvía.
Cuando lo arrestaron en la sección de investigación de robos y lo
detuvieron en la Comisaría de policía de Los Ángeles, California, batió
un récord mundial. Nunca nadie antes se había escapado de una cárcel
anudando semejante cantidad de sábanas: ¡nada menos que sesenta! Así
había descendido catorce pisos hasta poner los pies en el suelo.
Si bien precisó de sesenta sábanas para conseguir la libertad de
aquella cárcel, ¿cuántas sábanas más habría necesitado Ahmad Shelton
para lograr una libertad absoluta?
Para una libertad completa no habría necesitado sábanas, pero sí
le habrían hecho falta por lo menos sesenta páginas de descargos
escritos por un buen abogado. Habría necesitado sesenta días para
pensar bien cómo responderles a los jueces cuando lo volvieran a
arrestar, o sesenta mil dólares para contratar al mejor abogado
posible, y sesenta años para pensar seriamente en los delitos de su
vida.
Sin embargo, ni con todo eso habría encontrado aquel joven la
verdadera libertad. Porque la libertad verdadera —libertad de vicios
arraigados, libertad de remordimiento de conciencia y libertad de
pecados—, sólo se encuentra en el perdón de Cristo.
Ahmad podría pasar sesenta años haciendo penitencia, o
seiscientos años vagando como alma en pena, o convertido en un fantasma
que habita en castillos medievales. Podría derramar sesenta litros de
lágrimas, o flagelarse sesenta veces con sesenta escorpiones, pero con
todo eso no lograría la libertad del delito del alma, que es el pecado.
Estar libre de una cárcel de piedra y de cemento, de celdas y de
rejas, de guardias y de jueces, no garantiza la libertad. Podemos estar
fuera de una cárcel y sin embargo ser los reos más presos del mundo.
La cárcel más cerrada que existe es la del pecado. Y de ésa sólo Cristo
nos libra. Sesenta sábanas darán libertad de alguna celda, pero sólo
Cristo puede dar libertad del pecado. Él quiere ser nuestro Libertador.
Hermano Pablo