Un domingo, cuando la familia Desmore terminaba su frío paseo a la isla Kodiak y su pequeña embarcación los llevaba de regreso a la Bahía Larson en Alaska, sufrieron un percance. El barco se hundió con Misty, de tres años, una prima, su madre y su abuelo. Los guardacostas pudieron salvar a la madre y a la prima de Misty, pero el abuelo, Archie, de cincuenta años, murió de hipotermia.
Las esperanzas de los esforzados guardacostas no eran muy alentadoras en cuanto a la pequeña Misty, a quien no encontraban, y el tiempo transcurría en forma amenazante. Por fin hallaron a la niña, que flotaba boca abajo en las heladas aguas del Pacífico Norte. Misty había dejado de respirar hacía casi cuarenta minutos.
El doctor Marty, médico de los guardacostas, personalmente succionó casi un litro de agua marina salobre de los pulmones de la niña. En unión de su ayudante, le aplicó la respiración artificial hasta que ella comenzó a respirar por cuenta propia. Fue así como Misty se reanimó casi milagrosamente, y recibió cuidados intensivos en el Hospital Providence de Anchorage.
Es asombroso el increíble rescate y la milagrosa vuelta a la vida de una pequeña de tres años que prácticamente estuvo muerta a merced de las frías aguas del Pacífico. Así como Misty flotaba sin ninguna esperanza, el hombre actual se encuentra vagando en un frío océano, ahogado por la culpa de sus faltas. Por sus propios medios jamás logrará salvarse. Pero su Creador ya hizo todo lo necesario para rescatarlo. Jesucristo vino para pagar el precio de la culpa humana y quitarnos la carga que nos mantiene muertos en nuestros propios delitos. Al igual que el médico de los guardacostas que le aplicó la respiración artificial a la pequeña Misty, Cristo nos llena de su aliento divino —el Espíritu Santo— para que volvamos a la vida, a una existencia con sentido, llena de su cuidado y de su amor.
Si sentimos que ya no podemos respirar libremente, que estamos muertos en el interior, y reconocemos que el único que puede reanimarnos es Dios, es hora de que se produzca una verdadera y milagrosa resurrección en nuestra vida.
Dios envió a su Hijo Jesucristo al mundo para rescatarnos, dando su vida como precio por nuestra libertad. Aceptemos el perdón que nos ofrece y el aliento de vida eterna.
Hermano Pablo