martes, 15 de julio de 2014

«LA PESTE ROSA»

Era un billete de cien dólares. Un billete nuevo, legítimo, que pasó de la mano de Eduardo Hasse Artog, ciudadano suizo, a la de una atractiva joven de Cajamarca, Perú. Un trato común callejero. Un negocio que suele hacerse en ciertas zonas de la ciudad. Relaciones sexuales por dinero, dinero por relaciones sexuales.
Pero algo más le pasó ese día el ciudadano suizo de treinta y dos años a la bella joven de Cajamarca. Le transmitió el temible, implacable y mortal virus del SIDA. El hombre, aquejado de violentos dolores estomacales, ingresó en una clínica poco después y, al hacerse los análisis, descubrieron el mal. Los diarios de Lima comentaban: «La Peste Rosa llegó a Cajamarca.»
Parece que las enfermedades tienen colores. Famosa es en los anales de Europa «la peste negra», que en el siglo catorce mató a la tercera parte de los habitantes de ese continente. Hizo estragos también «la peste roja», caracterizada por manchas rojizas en la piel. Conocemos además «la peste blanca», nombre que le dieron los polinesios a la sífilis, que fue llevada a sus islas paradisíacas por los blancos. Y también sabemos de la escarlatina, llamada así por el escarlata de la piel del enfermo. Ahora ha hecho su aparición, en este arco iris pavoroso, el SIDA, «la peste rosa».
El mundo está preñado de dolor, de agonía, de enfermedad, de peste, de destrucción y de muerte. ¿Habrá algo que pueda librarnos de esta pavorosa condición en la que vivimos? No parece haber solución humana que se vislumbre. Parece más bien que todo va de mal en peor. Y sin embargo hay esperanza en dos sentidos.
En el sentido individual, podemos estar en este mundo sin que nos contamine. Podemos estar en medio de la maleza moral sin contagiarnos ella. El que tiene a Jesucristo en su corazón tiene una salud espiritual maravillosa, que lo acompaña en las luchas de esta vida.
En el sentido colectivo, Cristo viene otra vez a esta tierra para establecer su reino de paz y bienestar. Si le entregamos nuestra vida, tendremos paz en este mundo y esperanza de salud eterna en su reino venidero.
Hermano Pablo

FALLA EN EL SISTEMA DE FRENOS

Altas cumbres de los Andes venezolanos. El camino baja y sube como grisácea serpiente de cemento. Hay curvas, y hay descensos, y hay abismos que se abren a ambos lados del camino, ora a la izquierda, ora a la derecha. Los paisajes son de ensueño, y el tiempo, bueno y plácido.
Un autobús del liceo militar «Jáuregui» corría a excesiva velocidad. Iba cargado de jóvenes estudiantes. Al aproximarse a un puente entre las localidades de La Grita y La Fría, estado de Táchira, el chofer intentó aplicar los frenos. Pero los frenos no respondieron. El autobús falló la entrada al puente y cayó al abismo.
En la caída y en el incendio que siguió, murieron destrozados y quemados treinta y cuatro estudiantes.
Falla de frenos. Eso fue todo.
Muchas tragedias como ésta se registran anualmente en todas partes del mundo. Falla de frenos. Cuando más se necesitan buenos frenos para detener la marcha de un vehículo cargado de pasajeros, es cuando fallan. Y quedarse sin frenos es anticipo de catástrofe y de muerte.
Un auto, un camión, un tren, que se queda sin frenos, es un vehículo que se precipita hacia un desastre inevitable. ¿Y qué del hombre que se queda sin frenos morales? También se precipita hacia desastres, problemas y ruinas.
Un hombre que se queda sin frenos morales dice una palabra hiriente, que quisiera retirar en el acto, pero ya no puede. Y esa palabra hiriente puede traer la ruptura de una vieja amistad.
Un hombre que se queda sin frenos morales puede beber un día hasta rodar por el suelo, y ese puede ser el principio de su ruina total. Porque el alcohol es un inquilino insidioso que, una vez metido dentro, ya no quiere salir.
Un hombre que se queda sin frenos morales puede caer en el adulterio, y ese adulterio quebrar el corazón de la esposa, disolver el hogar, estropear la salud mental de los hijos y hacer naufragar a toda la familia.
Y es que los frenos morales del hombre son muy frágiles. Se descomponen y fallan fácilmente.
Por eso necesitamos de otros frenos, frenos que jamás fallen. Esos frenos de la conducta, las palabras y las acciones sólo los tiene Cristo. Hagamos de Cristo el Señor y Salvador de nuestra vida, y nuestro supremo conductor moral.
Hermano Pablo

HABLAR CON DIOS

Desde pequeña recibí la primera y sencilla enseñanza de que la oración es “hablar con
Dios.” Así la entendí, con la certeza de esa verdad, y con la credulidad inquebrantable
que caracteriza a los niños. Mis primeras experiencias fueron lógicamente las
oraciones junto con mis compañeros de la clase de la Escuela Bíblica de Niños, con
la guía de la maestra o maestro; pero las experiencias más profundas “de hablar
con Dios” en mi infancia, fueron las compartidas con mi abuela paterna cuando
me quedaba a dormir en su casa. Desde mi perspectiva de adulta, me veo una niña
asombrada por la reverencia de mi abuela ante la presencia del Padre, que ya anciana
se arrodillaba sobre un pequeño almohadón junto a su cama, y me invitaba a mí a orar
con ella.

Tanto ha sido ese impacto en mi vida, que cuando tengo que hablar con Dios sobre
temas muy importantes y profundos, busco mi almohadón y me arrodillo también
junto a mi cama.

Dijo Jesús: “De cierto, de cierto os digo, que todo cuanto pidiereis al Padre en mi
nombre, os lo dará...pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido”. Juan 16:
23-24 (RV60).

En esta versión aprendí de memoria este versículo, guiada por mi abuela. Palabras
que tuvieron y tienen tanta fuerza para mí; porque las dijo Jesús mismo, porque se
imprimieron en mi corazón de niña que no dudaba de que iba a recibir de mi Padre
lo que le pedía, y porque tenía la promesa de que Dios quería que mi gozo fuera
cumplido, de que mi alegría fuera completa.

El tiempo fue pasando, y con él muchas experiencias diferentes acerca de la oración.
Entendí que hablar con Dios es mucho más que lo que enuncia esta frase.
Uno de los deseos más profundos de mi corazón ha sido ser “una mujer de oración”,
y cuántas veces me he sentido frustrada por no lograrlo! Aún sabiendo y creyendo
que la oración es un arma poderosa, y que su poder radica en Dios mismo, muchas
veces significó buscar a tientas y sufriendo tropezones. Es que la oración lleva tiempo,
implica entrega, búsqueda genuina. Su calidad está relacionada con el concepto que
tenemos acerca de Dios y su poder.

“...Sean ustedes juiciosos, y dedíquense seriamente a la oración.” 1a Pedro 4: 7 (DHH)

La oración nos demanda honestidad con Dios, y lo más difícil: con nosotros mismos.
Cuesta entender que nuestro Creador no nos pide perfección para ser dignos de tener
una vida de oración. Él quiere que empecemos ya mismo, con todas nuestras cargas,
nuestras falencias y carencias; espera que nos acerquemos a Él así con lo que somos,
con lo que tenemos (ni más ni menos), y con lo que podemos. Qué liberación saber
que nuestro Padre sabe cuáles son nuestras limitaciones. Que podemos empezar aquí
y ahora.
Podemos descubrir que Dios, de manera lenta y bondadosa nos revela nuestros
lugares escondidos, o a los que sí sabemos cómo llegar pero no nos atrevíamos a abrir
sus puertas.

“Porque el Señor cuida a los justos y presta oídos a sus oraciones”. 1a Pedro 3:12 (DHH)

Sigamos intentando y experimentando en esta fuente inagotable de poder dada tan
generosamente por Dios a sus hijos. Y aunque como seres humanos no alcancemos
a vislumbrar el profundo significado de este acto tan sencillo como supremo, el de
“acercarnos confiadamente al Trono de la Gracia”, no disminuyamos el paso, no
abandonemos esta carrera...

Escribió Richard Foster: “La oración es la avenida principal que Dios usa para
transformarnos. Si no estamos dispuestos a cambiar, seguramente abandonaremos la
oración. Pero en la oración real, comenzamos a pensar como Dios piensa, a desear lo
que Él desea; a amar lo que él ama. Progresivamente aprendemos a ver las cosas desde
su punto de vista”...

¡Que así sea! 
(Andrea Alves)