El ejército araucano, consciente del abandono español de la bella ciudad chilena e Concepción, la saqueó a tal grado que no quedó nada español en pie y, como si eso no bastara, le prendió fuego. Las huestes del jefe Lautaro se dieron el gusto, según los versos de Don Alonso de Ercilla y Zúñiga en su genial obra La araucana, «de ver cómo la llama se extendía y la triste ciudad se consumía», la ciudad más rica en oro de todo Arauco. Era tan inconcebible que los españoles tuvieran que soportar semejante afrenta —comenta Don Alonso— que muchos consideraron que era el castigo de Dios por la vanidad y la soberbia de los conquistadores.1
De igual modo hay en la actualidad quienes creen que el SIDA es el juicio de Dios, es decir, el castigo con el que Dios está azotando a la humanidad depravada de nuestro tiempo. Lo cierto es que las enfermedades y las plagas que azotan al género humano no las envía Dios con el fin de vengarse. Lo que Dios envió al mundo es todo lo contrario: envió a un indefenso bebé que se crió entre nosotros los seres humanos, comió y lloró con nosotros, y sufrió y dio su vida por nosotros para que pudiéramos tener vida eterna.
Antes de morir en nuestro lugar, ese hijo de Dios, Jesucristo, aseveró que no vino a salvar a justos sino a pecadores. Explicó que quienes necesitan médico no son los sanos sino los enfermos.2 No es que los enfermos del alma no merezcamos ser desahuciados por Él, sino que, a pesar de nuestras acciones perversas y en medio de nuestro pecado más reprochable, Dios nos sigue amando y ofreciendo sanidad del alma. San Pablo sostiene que es en esto que Dios nos demuestra su amor: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros.3 Él no espera a que merezcamos su ayuda para brindárnosla, sino que nos ofrece el perdón en el momento menos oportuno para Él y más oportuno para nosotros: cuando menos lo merecemos pero más lo necesitamos.
Dios tendría toda la razón si le negara entrada al cielo al que se la pide en el momento mismo de la muerte, es decir, cuando nada tiene que ofrecerle. Tal vez fue con el propósito de resolver esa duda que Dios permitió que se salvara uno de los malhechores crucificados con su Hijo. Bastó con que le pidiera entrada al paraíso para que Cristo se la concediera.4 Pero ¿qué había hecho para merecer tan fácil entrada? ¡Nada en absoluto! Al contrario, había obrado de tal manera que le esperaba una condenación segura, física y espiritual.
Dios es la personificación misma del amor, el amor encarnado. A esto se debe que ame a todo pecador sin hacer distinciones, tanto al que hace buenas obras y no le hace mal a nadie como al más infame y degenerado. Por eso el que sufre de una enfermedad como el SIDA, ya sea que la haya adquirido sin culpa propia alguna o por haber quebrantado las leyes morales de Dios, puede estar seguro de que contará con el perdón de Dios si se lo pide, y aún más: la vida eterna.
Increíble, pero cierto. Dios está dispuesto a ayudarnos a hacerle frente hasta a la situación más difícil de la vida. Basta con que acudamos a Él antes que sea demasiado tarde.
Hermano Pablo.