Comenzó a entrenar a los cuatro años de edad. A los diez, ya había
ganado varios premios. Su pasión era la gimnasia de exhibición. Su
sueño: ganar medallas de oro en los juegos olímpicos.
A los dieciséis años, en una de las competencias, estuvo a punto
de sacar el puntaje perfecto. Todos le auguraban un brillante porvenir.
Pero Christy Henrich, joven gimnasta escandinava, tenía un problema.
Estaba obsesionada con la idea de que estaba engordando, aunque no era
así.
A los diecinueve años ya no pudo competir más. Su obsesión la
había dominado. Finalmente, a los veintidós, Christy Henrich falleció.
Murió de anorexia nerviosa, pesando sólo veintinueve kilos. Su obsesión
la había matado.
He aquí una joven que pudo haber tenido grandes éxitos.
Perfeccionó su arte. Ganó muchas medallas. Alcanzó la perfección, casi a
la altura de Olga Korbut, la atleta rusa, y Nadia Comaneci, la rumana.
Pero le entró la obsesión de la gordura. Desoyó los consejos de
médicos y familiares, y dejó de comer. Y su bello cuerpo se fue
consumiendo hasta que le fallaron todos los órganos.
Las obsesiones, las fobias, las pasiones y las ansiedades pueden
dominar todo nuestro ser a tal grado que nos hacen inútiles. Los afanes
de la vida, cuando controlan la voluntad, se vuelven destructivos.
Tenemos que aprender a matizar nuestra existencia. «Nada con
exceso» era la máxima de Epicteto, el estoico filósofo griego del siglo
primero de nuestra era. Dios no nos hizo para las obsesiones, las
pasiones, los frenesíes y los fanatismos. Nos hizo para la sobriedad,
la mesura, el equilibrio, la armonía.
«No se inquieten por nada —escribió el apóstol Pablo—; más bien,
en toda ocasión, con oración y ruego, presenten sus peticiones a Dios y
denle gracias» (Filipenses 4:6). Vivir libres de pasiones y obsesiones
es la clave de la vida prudente, moderada y satisfecha. Esa es la vida
que Dios quiso que su creación llevara.
Ahora bien, ¿cómo puede el ser humano despojarse de tantas fobias y
obsesiones? Entregándole su vida a Cristo. La persona que no tiene a
Cristo en el corazón será para siempre víctima de pasiones
desorbitadas.
Es que sólo Jesucristo —Señor, Salvador y Maestro perfecto— puede
darnos esa estabilidad, ese equilibrio y esa moderación ideal. Cuando
Él entra a nuestro corazón, transforma nuestro modo de pensar, y todos
nuestros móviles cambian. Sometámonos a su divina voluntad. Él quiere
ser nuestro mejor amigo.
Hermano Pablo