martes, 15 de julio de 2014

HABLAR CON DIOS

Desde pequeña recibí la primera y sencilla enseñanza de que la oración es “hablar con
Dios.” Así la entendí, con la certeza de esa verdad, y con la credulidad inquebrantable
que caracteriza a los niños. Mis primeras experiencias fueron lógicamente las
oraciones junto con mis compañeros de la clase de la Escuela Bíblica de Niños, con
la guía de la maestra o maestro; pero las experiencias más profundas “de hablar
con Dios” en mi infancia, fueron las compartidas con mi abuela paterna cuando
me quedaba a dormir en su casa. Desde mi perspectiva de adulta, me veo una niña
asombrada por la reverencia de mi abuela ante la presencia del Padre, que ya anciana
se arrodillaba sobre un pequeño almohadón junto a su cama, y me invitaba a mí a orar
con ella.

Tanto ha sido ese impacto en mi vida, que cuando tengo que hablar con Dios sobre
temas muy importantes y profundos, busco mi almohadón y me arrodillo también
junto a mi cama.

Dijo Jesús: “De cierto, de cierto os digo, que todo cuanto pidiereis al Padre en mi
nombre, os lo dará...pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido”. Juan 16:
23-24 (RV60).

En esta versión aprendí de memoria este versículo, guiada por mi abuela. Palabras
que tuvieron y tienen tanta fuerza para mí; porque las dijo Jesús mismo, porque se
imprimieron en mi corazón de niña que no dudaba de que iba a recibir de mi Padre
lo que le pedía, y porque tenía la promesa de que Dios quería que mi gozo fuera
cumplido, de que mi alegría fuera completa.

El tiempo fue pasando, y con él muchas experiencias diferentes acerca de la oración.
Entendí que hablar con Dios es mucho más que lo que enuncia esta frase.
Uno de los deseos más profundos de mi corazón ha sido ser “una mujer de oración”,
y cuántas veces me he sentido frustrada por no lograrlo! Aún sabiendo y creyendo
que la oración es un arma poderosa, y que su poder radica en Dios mismo, muchas
veces significó buscar a tientas y sufriendo tropezones. Es que la oración lleva tiempo,
implica entrega, búsqueda genuina. Su calidad está relacionada con el concepto que
tenemos acerca de Dios y su poder.

“...Sean ustedes juiciosos, y dedíquense seriamente a la oración.” 1a Pedro 4: 7 (DHH)

La oración nos demanda honestidad con Dios, y lo más difícil: con nosotros mismos.
Cuesta entender que nuestro Creador no nos pide perfección para ser dignos de tener
una vida de oración. Él quiere que empecemos ya mismo, con todas nuestras cargas,
nuestras falencias y carencias; espera que nos acerquemos a Él así con lo que somos,
con lo que tenemos (ni más ni menos), y con lo que podemos. Qué liberación saber
que nuestro Padre sabe cuáles son nuestras limitaciones. Que podemos empezar aquí
y ahora.
Podemos descubrir que Dios, de manera lenta y bondadosa nos revela nuestros
lugares escondidos, o a los que sí sabemos cómo llegar pero no nos atrevíamos a abrir
sus puertas.

“Porque el Señor cuida a los justos y presta oídos a sus oraciones”. 1a Pedro 3:12 (DHH)

Sigamos intentando y experimentando en esta fuente inagotable de poder dada tan
generosamente por Dios a sus hijos. Y aunque como seres humanos no alcancemos
a vislumbrar el profundo significado de este acto tan sencillo como supremo, el de
“acercarnos confiadamente al Trono de la Gracia”, no disminuyamos el paso, no
abandonemos esta carrera...

Escribió Richard Foster: “La oración es la avenida principal que Dios usa para
transformarnos. Si no estamos dispuestos a cambiar, seguramente abandonaremos la
oración. Pero en la oración real, comenzamos a pensar como Dios piensa, a desear lo
que Él desea; a amar lo que él ama. Progresivamente aprendemos a ver las cosas desde
su punto de vista”...

¡Que así sea! 
(Andrea Alves)

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