sábado, 12 de septiembre de 2015

POR EL SOLO GUSTO DE MATAR

El plan era inconcebible, y más aún por ser la idea de tres adolescentes de apenas diecisiete años de edad. Éstos habían estado jugando con ritos satánicos, y tal como dictaba, en parte, la literatura que habían leído, salieron temprano hacia un bosque cerca de su ciudad en busca de algo para sacrificar. Tendría que ser, según indicaba la lectura, un sacrificio de sangre.
Esa misma mañana, tres amiguitos, dos de ocho años y uno de siete, montaron en sus bicicletas y se fueron de paseo al bosque. Era su lugar favorito de juegos. Pero allí estaban los tres adolescentes.
Por una de esas cosas inexplicables, inauditas, increíbles, los tres adolescentes, casi al mismo tiempo, tuvieron la misma idea. «Aquí está nuestro sacrificio de sangre.» Y esa mañana, un miércoles 5 de mayo, en las afueras de la ciudad, mataron a puñaladas a los tres niñitos. A los muchachos los arrestaron, pero seis familias quedaron destrozadas. ¿Qué pudo haberse metido en el corazón de esos tres jóvenes para que cometieran tan horrendo crimen?
Todos venimos a este mundo con un sentido de pudor. Sabemos que algunas cosas son admisibles y otras no. Aun como chiquillos nos escondemos cuando hacemos algo que nuestro corazón no aprueba. Entendemos que hay cosas que sí se pueden hacer y cosas que no se deben hacer.
¿Dónde, entonces, quedó este sentido de decencia, de recato, de respeto por la vida humana, para que estos tres, todavía casi en su niñez, se permitieran abandonar toda probidad y matar por el solo gusto de matar?
El Maestro de Galilea dijo en cierta ocasión: «De la abundancia del corazón habla la boca» (Mateo 12:34). Es decir, del interior del corazón, de los sentimientos del alma, del ser que uno es, proceden las acciones. Uno es por fuera lo que uno es por dentro, y aunque podemos, por un tiempo, cubrir nuestras intenciones, tarde o temprano la máscara cae. En unos es egoísmo y celo y odio. En otros ese odio se convierte en violencia, pero el fondo es el mismo: el pecado.
¿De dónde vienen estas motivaciones malsanas? Del Adán caído. Es la herencia del pecado de nuestros primeros padres, herencia que recibimos todos los seres humanos. Por eso envió Dios a su Hijo para limpiarnos de todo pecado.
La única esperanza que hay para nosotros es tener a Cristo en el corazón, pues Él desplaza el pecado de Adán. Abrámosle nuestro corazón. Él transformará nuestra vida.
Hermano Pablo

NUEVE AÑOS PARA ENCONTRARSE A SÍ MISMO

Fueron nueve años de su vida, quizá los nueve que pudieran haber sido los más productivos: de los veintisiete a los treinta y seis. Pero fueron nueve años que pasó en prisión. Y no sólo en prisión, sino en el pabellón de los condenados a muerte.
«Tuve que contemplar mi muerte durante nueve años —escribió David Mason— para comenzar a descifrar la vida. Nueve años para comprender el dolor que causé. Nueve años para aceptar responsabilidad por mis crímenes, y nueve años para sentir remordimiento por lo que hice.»
David Mason, quien había estrangulado a cinco personas, pagó su deuda a la sociedad en la cámara de gas un día martes, 24 de agosto. Joven todavía, terminó sus días con fuertes sentimientos encontrados, por un lado lamentando su vida perdida, pero por el otro dando gracias a Dios que había hallado la salvación de su alma. Porque durante esos nueve años encontró a Dios y comprendió la gran realidad ineludible de la justicia humana y la justicia divina.
Uno tiene que preguntarse: ¿Por qué tuvo David Mason que llegar a lo más hondo de su vida, hasta ser destruido, para allí darse cuenta de que la vida tiene valor y de que, sometidos a la voluntad divina, podemos vivir con dignidad?
No es necesario cometer un asesinato, ser condenado a muerte y cavilar durante años tras las rejas de una cárcel para comenzar a vivir de nuevo. En cualquier lugar y en cualquier momento podemos recapacitar y decidir someternos a la voluntad de Dios para disfrutar de la vida al máximo.
Todos nuestros problemas vienen como resultado de descuidar las leyes morales de Dios. «No codiciarás», «No hurtarás», «No darás falso testimonio», «Honra a tu padre y a tu madre», «No cometerás adulterio» y «No matarás» son leyes que se aplican a toda persona de todo tiempo y de todo lugar.
Siempre que cualquier persona —sea quien sea, tenga el trasfondo que tenga, viva donde viva y crea lo que crea— quebrante una o más de estas leyes, sufrirá las consecuencias. Aunque no quiera aceptarlas como ordenanzas divinas, como quiera, si las infringe, sufrirá las consecuencias. ¿Acaso tenemos que llegar a la cámara de gas para descubrir esa clara y visible verdad?
No tenemos que esperar hasta estar en el lecho de muerte para arrepentirnos. Ahora mismo podemos aceptar a Jesucristo como nuestro Señor. Él implantará sus divinas leyes en nuestra vida, e implantará en nosotros el deseo y la fuerza para cumplirlas.
Hermano Pablo

CUANDO SE HA ESFUMADO TODA ESPERANZA

Los síntomas eran los clásicos: sudores nocturnos, escalofríos, decaimiento, tos seca, y filamentos de sangre en la saliva. Orlando Vásquez, joven de treinta y dos años de edad, de Córdoba, Argentina, no sabía qué enfermedad tenía.
Lo cierto es que Orlando sufría la enfermedad que había sido mortal en las primeras décadas del siglo veinte y que se creía que ya había sido erradicada. Su médico, el doctor Ramírez, tuvo que declararle a Orlando la triste verdad: «Usted, señor, tiene tuberculosis.» Pero en el caso de Orlando el diagnóstico era fatal, porque la enfermedad había reaparecido acompañada de una terrible hermana: el SIDA.
Vivimos en un mundo cuya atmósfera está llena de gérmenes y virus. Si no es la influenza que nos debilita, es algún tumor que amenaza ser canceroso. Para Orlando Vásquez fue esa combinación ominosa y mortal de tuberculosis y SIDA. Así es esta vida.
¿Qué hace una persona cuando el último recurso se le ha esfumado? Si es impetuosa y emocional, podría hasta enloquecerse. Si es una persona pragmática, que todo lo analiza, podría volverse escéptica e indiferente. ¿Qué esperanza tiene el ser humano ante los golpes irreversibles de la vida?
Si no hemos experimentado la pérdida de la última gota de esperanza, lo más probable es que ni siquiera se nos ha ocurrido estudiar cómo reaccionaríamos ante una desgracia así. Pero ninguno de nosotros sabe cuándo podrá caer víctima de alguna calamidad. ¿Habrá alguna preparación para las fatalidades de la vida?
Sí la hay. Cuando sabemos que esta vida aquí en la tierra es sólo una pequeñísima parte de la existencia y que nos pertenece toda la eternidad que nos espera, las cosas de este mundo pierden su trascendencia. La dicha se vuelve relativa, y la amargura, inconsecuente. Sabemos que este mundo no es nuestro hogar. Estamos aquí sólo de paso.
Ese conocimiento produce tanta paz que soñamos acerca del día en que estaremos para siempre con el Señor, libres de esta atadura terrestre.
¿Cómo podemos tener esa esperanza? Jesucristo dijo: «Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). Los que le hemos pedido a Cristo que sea Señor y Dueño de nuestra vida tenemos, ya, asegurado el cielo. Hagamos de Cristo el Señor de nuestra vida, y la seguridad de la gloria eterna será nuestra.
Hermano Pablo

CUANDO EL SUBMARINO SE HUNDE

Llevaba allí cuarenta y nueve años, casi medio siglo, descansando sobre blandas arenas, recostado sobre un flanco en medio del silencio y de la oscuridad. Dentro de él estaban los cuerpos de cincuenta marinos alemanes: la tripulación completa.
¿Qué era? Un submarino alemán de 80 metros de eslora, identificado como U-1226. Fue hundido en acción de guerra frente a las costas del Canadá, y fue descubierto casi medio siglo después. Lo halló el buceador Edward Michaud el 5 de junio de 1993.
El submarino debió de haber sufrido uno de los tantos dramas del mar que en su caso se tradujo en tragedia. Navegando frente a la costa atlántica del Canadá, fue cañoneado en octubre de 1944. Se hundió lenta e irremisiblemente, transformándose en la sepultura de sus cincuenta tripulantes. Pronto lo rodearon el silencio, la oscuridad y la eterna calma del fondo de los mares.
Fue un final trágico para esos cincuenta hombres. No hubo forma de salvarse. Eran prisioneros dentro del casco de acero que terminó siendo su sepultura. Así es la guerra, y así es la vida.
¿Qué hace uno cuando, aunque no se encuentre dentro de un submarino hundido, de todos modos se encuentra dentro de una situación adversa que parece tragárselo vivo? Ve uno, poco a poco, hundirse su vida en el mar de la desesperación, y no hay nada que puede hacer para detener el naufragio. ¿Qué hace uno? ¿A quién acude? ¿Hay alguna solución?
Probablemente la mayoría de nuestras adversidades tienen una causa humana y, por lo tanto, una solución humana. Gran parte del tiempo somos nosotros mismos los que provocamos nuestras tragedias. Volviendo sobre nuestros pasos podemos, muchas veces, hallar dónde y cómo comenzó nuestro mal. Y si en humildad nos despojamos de toda rebeldía y pedimos perdón a quien hemos ofendido, allí queda resuelto nuestro problema.
Sin embargo, otras veces parece no haber solución. Todas las puertas están cerradas y no hay escape. Es en esos momentos y para esas situaciones que tenemos que deponer nuestro orgullo y confesarle a Dios nuestra inhabilidad. La obstinación es nuestro enemigo número uno, ya que no nos deja encontrar a Dios. Y sin embargo, es Él quien puede librarnos del naufragio.
Humillémonos ante nuestro Creador. Dios nos ama. Él sólo espera escuchar nuestra oración. Digámosle: «Señor, te necesito. ¡Ayúdame, por favor!» De hacerlo así, Él nos rescatará.
Hermano Pabo