lunes, 5 de diciembre de 2011

VICTORIA

Tantas veces me he caído,

Son las mismas que tú me has levantado.

Siete veces caerá el justo y siete veces lo levantarás,

Pero siento en mi corazón que no doy abasto para más.

Estoy parada en el frente de batalla,

A lo largo del horizonte los veo a todos alineados.

Uno por uno, pidiendo mi cuerpo en bandeja de plata

Todos me quieren destruir, no escatiman los medios,

Cada uno de ellos desea verme derrotada

Por eso clamo a ti, imploro ante tu presencia,

Me has permitido llegar hasta aquí.

Tengo que pasar este desierto,

Te ruego no desampares a tu siervo.

Quiero levantarme como las águilas

volar sobre la cabeza de mis enemigos.

Estoy a punto de flaquear, mis rodillas tiemblan,

Mis pies quieren fallar, y mis brazos ya no aguantan.

Mis ojos solo ven la sombra oscura de mis angustiadores,

Y en mi corazón el dolor comienza a reinar sin compasión.

Pero tú que levantas al caído y das fuerzas al afligido,

Tú que llegas en el mejor momento, que llegas a tiempo.

Tú me has levantado, me has revestido de victoria,

Me has protegido con brazo fuerte,

Me has librado de la muerte.

Miro al frente y los veo a todos alineados,

Cada uno rugiendo ante mí promete mi derrota.

Miro hacia atrás y veo tu ejército de ángeles preparados,

A mi lado está la diestra de tu justicia, en mi interior siento tu fuego ardiente.

Y finalmente, en mi corazón, sé que he obtenido la victoria,

"No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia.”
Isaías 41:10

CONFIANZA

Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado. Isaías 26:3.

Los dos últimos años fueron muy difíciles para Jaime. Desempleado, con la autoestima por el suelo y el hogar al borde del colapso, no resistió a la tentación de encaminarse por las tenebrosas avenidas de la deshonestidad. Al principio, todo iba bien. En pocos meses, había logrado ganar lo que no pudo percibir honestamente en varios años. Con dinero en el bolsillo, aparentemente su vida volvió a la normalidad. Tuvo paz exterior. Pero, pasaba noches enteras sin dormir, castigado por el peso de la culpa. A pesar de ello, Creyó que valía la pena.


Repentinamente, cuando pensaba que nadie lo descubriría, su delito se hizo de conocimiento público y, además de la vergüenza y el escándalo, acabó en prisión.
La paz que el profeta menciona, en el texto de hoy, no es la paz del cuerpo sino del alma. La paz que realmente vale. Aquella que organiza tu mundo interior y te prepara para los embates de la vida.


Es lamentable que, a veces, el ser humano confunda las cosas. Busca la paz exterior a cualquier costo, aunque para eso tenga que violar la propia consciencia. Después, en el silencio de su insomnio, no se explica lo que sucede; solo sabe que algo lo perturba por dentro, lo hace infeliz. Es como el martillo que golpea sin parar, incomodando, hiriendo, asfixiando.


El profeta Isaías habla hoy acerca de la paz que nace de la confianza en alguien que nunca falla. Menciona la perseverancia como condición para recibir esa paz. Dice: “Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera”. Perseverar, en el original hebreo, es camak, que literalmente significa “descansar la mente en algo”.


Yo sé que es difícil descansar cuando el mar a tu alrededor está agitado. Cuando no hay dinero para atender las necesidades de la familia; cuando la enfermedad toca a la puerta o la muerte te merodea. Sin embargo, el consejo del profeta no falla: en los momentos más difíciles, coloca la mente en Dios y descansa en él, aunque aparentemente nada ocurra, aunque te parezca infantil.


No desistas. Lo primero que Dios hará en tu vida es colocar paz en tu corazón, y después, curado de tus ansiedades, él te usará a ti mismo como el instrumento poderoso para hacer maravillas.


Por eso hoy, aunque solo veas sombras en tu entorno, parte hacia la lucha recordando que Dios “guardará en perfecta paz a los que en Él perseveran”.

INSPIIRAR A TRANSPIRAR

Lectura: Tito 3:1-8. "Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores…" Santiago 1:22
Mis dos abuelos eran jardineros, y también lo son muchos de mis amigos. Me encanta visitar hermosos jardines… me inspiran, me hacen desear crear algo igualmente precioso en mi propia casa. Pero mi problema es pasar de la etapa de inspiración a la de transpiración que requiere la jardinería. Mis grandes ideas no se hacen realidad porque no dedico ni el tiempo ni la energía necesarios para concretarla
Esto también puede ser cierto en nuestra vida espiritual. Podemos oír los testimonios de otras personas y maravillarnos ante la obra que Dios está haciendo en sus vidas, escuchar música y mensajes grandiosos y sentirnos inspirados a seguir al Señor con más dedicación. Sin embargo, poco después de salir de la iglesia, nos resulta difícil encontrar tiempo o no nos esforzamos para cumplir nuestro deseo.
Santiago describe a tales creyentes como personas que se miran en un espejo y se ven, pero no hacen nada para corregir lo que está mal (Santiago 1:23-24). Oyen la Palabra, pero eso no los induce a la acción. El apóstol dice que debemos hacer, no sólo oír.
Cuando pasemos de la inspiración que genera la simple «audición» de cosas buenas que hacen otras personas a la transpiración que implica la «realización» personal de tales bondades, la Palabra de Dios implantada (1:21) producirá un jardín hermoso de fruto espiritual.
La vida funciona mejor cuando trabajamos.

NUEVE AÑOS PARA ENCONTRARSE A SÍ MISMO

Fueron nueve años de su vida, quizá los nueve que pudieran haber sido los más productivos: de los veintisiete a los treinta y seis. Pero fueron nueve años que pasó en prisión. Y no sólo en prisión, sino en el pabellón de los condenados a muerte.

«Tuve que contemplar mi muerte durante nueve años —escribió David Mason— para comenzar a descifrar la vida. Nueve años para comprender el dolor que causé. Nueve años para aceptar responsabilidad por mis crímenes, y nueve años para sentir remordimiento por lo que hice.»

David Mason, quien había estrangulado a cinco personas, pagó su deuda a la sociedad en la cámara de gas un día martes, 24 de agosto. Joven todavía, terminó sus días con fuertes sentimientos encontrados, por un lado lamentando su vida perdida, pero por el otro dando gracias a Dios que había hallado la salvación de su alma. Porque durante esos nueve años encontró a Dios y comprendió la gran realidad ineludible de la justicia humana y la justicia divina.

Uno tiene que preguntarse: ¿Por qué tuvo David Mason que llegar a lo más hondo de su vida, hasta ser destruido, para allí darse cuenta de que la vida tiene valor y de que, sometidos a la voluntad divina, podemos vivir con dignidad?

No es necesario cometer un asesinato, ser condenado a muerte y cavilar durante años tras las rejas de una cárcel para comenzar a vivir de nuevo. En cualquier lugar y en cualquier momento podemos recapacitar y decidir someternos a la voluntad de Dios para disfrutar de la vida al máximo.

Todos nuestros problemas vienen como resultado de descuidar las leyes morales de Dios. «No codiciarás», «No hurtarás», «No darás falso testimonio», «Honra a tu padre y a tu madre», «No cometerás adulterio» y «No matarás» son leyes que se aplican a toda persona de todo tiempo y de todo lugar.

Siempre que cualquier persona —sea quien sea, tenga el trasfondo que tenga, viva donde viva y crea lo que crea— quebrante una o más de estas leyes, sufrirá las consecuencias. Aunque no quiera aceptarlas como ordenanzas divinas, como quiera, si las infringe, sufrirá las consecuencias. ¿Acaso tenemos que llegar a la cámara de gas para descubrir esa clara y visible verdad?

No tenemos que esperar hasta estar en el lecho de muerte para arrepentirnos. Ahora mismo podemos aceptar a Jesucristo como nuestro Señor. Él implantará sus divinas leyes en nuestra vida, e implantará en nosotros el deseo y la fuerza para cumplirlas.

Hermano Pablo