En el museo de la culta y refinada ciudad de Hermosillo en México hay una placa con la inscripción de un poema azteca escrito en náhuatl, el idioma de los antiguos habitantes del país.
La traducción española de este poema dice así: «¿Con qué me iré a la eternidad? ¿Se acabarán mis cantos como se marchitan las flores? ¿Nada será mi nombre alguna vez? ¿Nada dejaré que me recuerde en la tierra? ¿Al menos flores, al menos cantos? ¿Cómo ha de obrar mi corazón? ¿Acaso en vano llegamos a vivir?»
Aunque escrito quizá siglos antes de que Colón descubriera América y antes de que Hernán Cortés hiciera temblar la tierra de los aztecas con sus botas de conquistador, un hombre de corazón sensible habló con su alma y preguntó: «¿Acaso en vano llegamos a vivir?»
Esta pregunta del desconocido poeta azteca es universal. No ha habido persona sensible en la tierra que no se haya preguntado alguna vez: «¿De dónde vengo? ¿Hacia dónde voy? ¿Qué estoy haciendo aquí?» La seguridad instintiva de que venimos de alguna parte y vamos hacia otra parte, y de que en la tierra y en la vida estamos sólo de paso, pertenece a la experiencia común de los seres humanos.
La Biblia tiene la respuesta. Dice que venimos de Dios y a Dios vamos. Y mientras estamos en la tierra y en la vida, somos puestos a prueba para ver si nos capacitamos o no para ascender a la vida superior del cielo.
No venimos a vivir en vano. Venimos a cumplir con una ley y a someternos a una disciplina. Como seres humanos inteligentes y racionales, y como seres espirituales con poder para tomar decisiones y escoger entre el bien y el mal, si somos capaces de cumplir con las exigencias de Dios, no habremos vivido en vano. Habremos pasado la prueba y habremos sido aprobados para llegar a la presencia de Dios.
En esta prueba larga y dura que es la vida, quien nos ayuda es Jesucristo el Salvador. Él derramó su sangre en la cruz para redimirnos del pecado y, si se lo permitimos, nos da de su Espíritu divino a fin de que tengamos el poder para vivir rectamente. Y quiere estar a nuestro lado cada día. Con Cristo, alcanzamos la victoria suprema. Por eso en la Biblia Dios nos pide: «Dame, hijo mío, tu corazón» (Proverbios 23:26).
¡Dejemos un recuerdo de amor y de fe en nuestro peregrinaje terrenal!
Hermano Pablo