Clavado está mi Dios en el madero
de una cruz tan injusta como impía,
donde viste expirar tu lozanía
con santa mansedumbre de cordero.
Una lanza afrentosa con su acero
dió más pena al dolor de tu agonía;
abriendo en tu costado una sangría
que redimió de culpa al mundo entero.
Yo quisiera, mi Dios omnipotente,
soportar tus espinas en mi frente,
tus llagas en mi carne lacerada.
Y tu sangrienta herida en mi costado,
con tal de ser mi espíritu bañado
por la luz celestial de tu mirada.
G. González de Zavala