domingo, 23 de marzo de 2014

MUY APRISA

La aguja del velocímetro fue subiendo y subiendo. Cien, ciento treinta, ciento sesenta. Y ciento sesenta kilómetros por hora es demasiada velocidad para un auto liviano en pavimento mojado. Con tanta velocidad, y con el pavimento resbaladizo, ocurrió lo que tenía que ocurrir.
Arnuldo Circone, de veinticuatro años de edad, amante de la velocidad, no logró entrar al puente del río, y salió volando. Cayó dentro del agua, hundiéndose con todo y auto a veinticinco metros de la orilla. No se mató, pero arruinó su auto. Lo curioso es lo que decía la placa personalizada de su vehículo: «Muy aprisa».
Hay muchos como este joven que llevan la vida muy aprisa, demasiado rápido. La verdad es que llevar la vida a toda velocidad es la característica de los tiempos actuales. Más de cincuenta años atrás, cuando el famoso cómico del cine Charlie Chaplin protagonizó en la película «Tiempos modernos», ya señalaba, con su manera incomparable, el peligro de estos tiempos.
Los días en que vivimos se caracterizan por demasiada rapidez en todas las cosas: demasiada mecanización, demasiado cientificismo, demasiada tecnología, demasiada indiferencia a todos los valores morales. No es extraño que ocurran accidentes a cada paso: accidentes en nuestras carreteras, y lo que es más lamentable, accidentes morales y espirituales en nuestra vida.
Niños y adolescentes caen víctimas de drogadicción. Niñas, sin saber ni qué les está ocurriendo, caen víctimas de embarazos. Y bebés nacen arruinados, cuando deberían apenas estar comenzando a florecer.
El niño se vuelve adolescente de la noche al día. El adolescente se convierte en adulto sin la experiencia necesaria para actuar con sensatez. Y el adulto llega a viejo antes de tiempo, por el mismo paso vertiginoso de la vida. Como que el aumento de la potencia de nuestros vehículos, en las calles y en el aire, ha contagiado al mundo con el frenesí de la velocidad.
¿Quién puede ponerle freno a este loco desbarajuste? Las leyes humanas no han podido hacerlo. La cultura tampoco lo ha logrado. Ni siquiera la religión ha podido cambiar este delirio que está matando a nuestra sociedad.
Sólo Jesucristo puede frenar las pasiones del alma, dominar la locura frenética, corregir lo deficiente, y ordenar lo desorbitado. Sólo Él regenera el alma humana a las mil maravillas. Sólo Él nos devuelve la justicia perdida. No sigamos nuestro camino solos. Coronemos a Cristo como Rey de nuestro ser, y Él pondrá en orden nuestra vida.
Hermano Pablo

ESPERAR EN SILENCIO

Siempre me ha gustado el Salmo 37… ¡completito! Lo encuentro alentador, pacífico, esperanzador.
“Encomienda a Jehová tu camino y confía en Él, y Él hará” menciona en uno de sus versículos. Y creo que es una palabra que todos los hijos de Dios mencionamos, recomendamos a otros pero que principalmente, creemos.
Días pasados, atravesando una situación personal delicada, me dije una y mil veces a mi misma este pasaje, -“Él hará, Él hará!”- Me lo repetía, dándome aliento y fuerzas para atravesar este valle de sombra.
Pero una mañana, meditando en lo que continuaba del texto leí lo siguiente:
“Guarda silencio ante Jehová, y espera en él.” Salmo 37: 7 (b, énfasis añadido)
Me detuve frente a un espejo espiritual y observé mi propio panorama: un valle de sombra, una mujer dispuesta a encomendar su camino a Dios, una mujer capaz de confiar, pero al mismo tiempo, incapaz de cumplir algo tan simple, como este consejo del salmista: hacer silencio ante Jehová.
Comprendí que llevaba días y días de monólogos redundantes ante la presencia del Señor presentando una y otra vez lo mismo.
Así que me decidí por el silencio, y esto no fue dejar de orar, o de estar en su presencia, fue silenciar aquella oración repetida de lo que necesitaba y ocupar mis palabras y mi voz en alabanza, le canté, le adoré, disfruté de ratos con Él en silencio de la situación pero en voz activa de su alabanza. Fue acostarme en su regazo, y disfrutar de su abrazo y su cuidado…
Y cuando el tiempo pasó, y el valle de sombra se acabó, comprendí que mientras silenciaba mi problema y esperaba en Él disfrutando de su compañía, tal y como lo prometió en un principio; ¡ya había hecho!
Entonces dejé atrás aquella situación dolorosa con la bendición no sólo del testimonio de Dios y su obrar maravilloso, sino también con el privilegio de haber pasado días plenos en su presencia, disfrutando de su perfume y de su amoroso abrazo.

“Pero la salvación de los justos es de Jehová,
Y él es su fortaleza en el tiempo de la angustia.
40 Jehová los ayudará y los librará;
Los libertará de los impíos, y los salvará,
Por cuanto en él esperaron.”
Salmo 37: 39 y 40

AUN EN LA BASURA NACE EL AMOR

Eran dos montones de basura. Dos montones de sufrimiento. Dos montones de fracaso. Dos montones de abandono. Él se llamaba Juan Bojorque, y tenía sesenta y un años de edad. Ella, Sandy Estrada, y tenía cincuenta y uno. Ambos vivían en los basureros de una de las capitales del mundo.
Desocupados los dos, marginados los dos, sin recursos los dos, se juntaron para calentarse una noche de frío, y allí nació el amor; porque el amor puede nacer en cualquier parte, incluso en un basurero. Unos meses después, el clérigo Lorenzo Martín los unió en matrimonio. «El amor es como un lirio —expresó el sacerdote—. Puede nacer aun en el fango.»
Caso interesante. Dos personas, arrojadas a los basureros por los fracasos de la vida, sin dinero, sin empleo, sin esperanza, se conocen una noche de intenso frío. Con sólo mirarse a los ojos ya saben que, para siempre, serán el uno para el otro. Y al fin se casan, delante de Dios y de la ley. Seguirán, quizá, sufriendo las desventuras de la vida, pero como marido y mujer.
El amor no siempre nace en lujosos salones, bailando valses vieneses y bebiendo champaña francesa. Es interesante que el proverbista Salomón ya había previsto el hecho de que la pobreza no es obstáculo para amarse. He aquí sus palabras: «Más vale comer verduras sazonadas con amor que un festín de carne sazonada con odio» (Proverbios 15:17).
Juan Bojorque y Sandy Estrada tal vez siguieran comiendo las legumbres marchitas que encontraran en los desperdicios de los restaurantes, pero se amaban, y por eso les sabría como faisán al horno.
El amor es la esencia de la vida. Desgraciadamente el amor bueno e inmutable ha perdido su lugar en una sociedad donde la lascivia y la lujuria predominan. Pero no ha perdido, ni puede nunca perder, su refulgencia y su gloria, precisamente por su carácter íntegro, puro y santo.
Amor así no viene por sí solo. Hay que cultivarlo y hay que sustentarlo. Pero ese es el amor que une profundamente al hombre y a la mujer, que dignifica el matrimonio y que honra a Dios. Es también el amor que sobrelleva la enfermedad, que soporta la pobreza y que sobrevive toda tempestad.
A todo esposo y a toda esposa les conviene vivir esa clase de amor. Dios quiere que el amor de toda pareja sea así, y Él desea, intensamente, dárselo a cada una. Él hará que su matrimonio sea uno de armonía y permanencia, y transformará su unión en remanso de paz. Pero los dos cónyuges, juntos, tienen que desearlo y pedirlo. Más vale que lo hagan hoy mismo.
Hermano Pablo