Graciela Cruz Murillo, hondureña de veintisiete años, se dispuso a comer su pudín de crema. Tomó el primer bocado, que paladeó deleitosamente. Retuvo un momento el alimento en la boca, y lo tragó con gran satisfacción. Sus ojos se llenaron de lágrimas, su boca se plegó en un sollozo, y su corazón dio gracias emocionadas a Dios.
Era la primera vez en diez años que Graciela podía tragar comida sólida. Cuando tenía catorce años de edad y vivía en Honduras, su país, tragó accidentalmente ácido corrosivo. Su esófago quedó arruinado. Debió ser alimentada por un tubo insertado en el estómago.
Pero en febrero de 1963, Graciela conoció a Charles Ives y a su esposa Velvalea, médicos misioneros de paso por Honduras, y ellos se interesaron en su caso. La llevaron a los Estados Unidos, donde la trataron adecuadamente varios cirujanos, devolviéndole el uso del esófago. Tres años después del accidente que sufrió a los catorce años, había perdido por completo la facultad de deglutir. Pero ahora, con un nuevo esófago, volvió a sentir el deleite de la comida.
He aquí una joven que pasa diez años de su vida sin poder tragar. Diez años sin gustar el sabor de las comidas. Diez años sin poder sentarse a la mesa delante de bien provistos platos y sin poder gozar de esa bendición. Diez años en que casi se olvida cómo se come. Eso de no poder tragar es una verdadera tragedia. Porque no se puede comer bien, no se pueden gustar los sabores y no se puede disfrutar de la comida en conjunto, que es también uno de los grandes placeres de la mesa.
El verbo tragar, bien gráfico por cierto, lo usamos muchas veces en sentido figurado. Como cuando decimos: «A ese tipo no lo trago.» O cuando expresamos: «Eso que me dices es algo difícil de tragar.» En casos como esos, estamos padeciendo una enfermedad moral parecida a la de Graciela, que era física. Normalmente, y en buen espíritu cristiano, deberíamos tragar a cualquier prójimo. Porque Jesucristo nos manda que amemos al prójimo como a nosotros mismos, y que aceptemos y soportemos a todos con la mejor voluntad.
Y si oímos alguna vez algo que nos duele, algo que, siendo la verdad, no nos gusta, algo que lastima nuestra vanidad o nuestro orgullo, debemos tragarlo con paciencia porque es algo que nos hará bien. El apóstol Santiago nos exhorta a que recibamos con humildad la palabra que hemos ingerido (Santiago 1:21). Hagamos de Cristo nuestro Señor y Maestro, y alimentemos nuestra alma con su Palabra.
Hermano Pablo