Eran cincuenta millones. Cincuenta millones de dólares. No estaban en las arcas de un banco, ni pertenecían a una empresa petrolera, ni eran los fondos de una compañía de bienes raíces, ni representaban el presupuesto de una película de Hollywood.
Esa fabulosa suma de dinero estaba en las manos de un joven hispano de diecinueve años, que intentaba entrar en los Estados Unidos. Mejor dicho, estaba en el tanque de gasolina de su camioneta, en forma de cocaína pura escondida en herméticos receptáculos metálicos. Habría sido un contrabando perfecto de no haber sido descubierto.
Cincuenta millones de dólares... ¿Cuántas cosas buenas pudieron haberse hecho con esa cantidad de dinero? Pudo haberse resuelto la crisis de un sinnúmero de personas alrededor del mundo que padecen de hambre o de enfermedades incurables. O pudieron haberse comprado recursos escolares para millones de estudiantes pobres que no los tienen. O pudieron haberse ofrecido becas a miles y miles de jóvenes deseosos de cursar estudios universitarios. O pudieron haberse creado oportunidades de empleo para miles de desempleados.
En fin, esa fortuna pudo haberse invertido en uno o en varios de tales proyectos, pero sucedió lo contrario. No se invirtió sino que se subvirtió su verdadero valor, condensándolo en cocaína destinada a enfermar, envilecer y estropear más aún la mente, la conciencia y la moral de millones de drogadictos y de adictos en potencia, ¡dispuestos a jugarse la vida consumiendo drogas! Injusticias como esta que ocurren a diario en el mundo, síntoma del desbarajuste moral que resulta de una absurda tergiversación de valores y virtudes, tarde o temprano provocarán la intervención divina.
En el libro de Apocalipsis, Juan el evangelista tiene una visión del fin del mundo en que Dios interviene de manera radical, como cuando envió el diluvio en los días de Noé, como cuando arrasó con fuego a Sodoma y Gomorra en los días de Lot. Allí la voz de los mártires nos recuerda el clamor del salmista David: «¿Hasta cuándo, Señor, vas a tolerar esto?»,1 pues claman: «¿Hasta cuándo, Soberano Señor, santo y veraz, seguirás sin juzgar a los habitantes de la tierra...?»2 Lo cierto es que el castigo llega sin demora, pues esos habitantes terminan gritando a las montañas y a las peñas: «¡Caigan sobre nosotros y escóndannos de la mirada del que está sentado en el trono y de [su] ira..., porque ha llegado el gran día del castigo! ¿Quién podrá mantenerse en pie?»3
por Carlos Rey