miércoles, 14 de octubre de 2009

EL ÚLTIMO ABISMO

El poema fue creación de un alma juvenil, confundida y traspasada de problemas. «Tinieblas —dice el primer verso—, vengan y llévenme al último abismo, donde el dolor y el odio, y la ira y la guerra, ya no queman más.»

Y siguiendo ese mismo tono, la poesía, compuesta de versos graves y tristes, termina con: «El amor ha llegado a ser mi enemigo; la amistad se ha vuelto burla; y la esperanza, mi prisión.» Así concluyó Elisabeth Garrison, de dieciséis años de edad, su poema. Su dolor, expresado en verso, explica el crimen que acababa de cometer. Elisabeth Garrison acababa de matar a su madre.

El alma del poeta se conmueve con las emociones más extremas. Ve la vida con ojos penetrantes, y reacciona de modo diferente al común entre los mortales.

Elisabeth no se llevaba bien con su madre. Las dos nunca se habían entendido, y a los dieciséis años de edad, en medio de la desesperación, Elisabeth mató a su madre. Inmediatamente después, todavía en su cuarto, la joven compuso esos versos. En ellos pedía que se le llevara al «abismo final, donde el dolor cesa. Porque —¡y qué expresión de una muchacha de apenas dieciséis años de edad!— el amor ha llegado a ser mi enemigo; la amistad se ha vuelto burla; y la esperanza, mi prisión.»

Ante esto nos preguntamos: ¿A qué profundidad de dolor, de desesperanza, habrá llegado la persona que dice que el amor es su enemigo, y que luego mata al ser más querido que tiene? Llegar a ese extremo es lo más desastroso que el ser humano pueda conocer. Y sin embargo hay muchas personas que han caído en ese abismo.

Cuando el dolor se vuelve insoportable, cuando la desesperación nos ahoga, ese es el momento de clamar: «¡Señor, te necesito; por favor, ayúdame!»

El salmista David sufrió, así también, sus momentos de angustia. Escuchemos uno de sus clamores: «¡Sálvame, Señor mi Dios, porque en ti busco refugio! ¡Líbrame de todos mis perseguidores! De lo contrario, me devorarán como leones; me despedazarán, y no habrá quien me libre.» Con esa ansiedad comienza David el Salmo 7, pero concluye con optimismo: «Mi escudo está en Dios, que salva a los de corazón recto... ¡Alabaré al Señor por su justicia! ¡Al nombre del Señor altísimo cantaré salmos!»

Aprendamos del salmista que siempre podemos encontrar refugio en Dios. Cuando todo en esta vida nos consume, siempre queda Dios. Y con tal que lo busquemos con toda sinceridad, Él siempre nos responderá. Pongamos nuestra confianza en Dios. Él jamás nos defraudará.

Hermano Pablo

«ME TRAICIONÓ MI MEJOR AMIGO»

El perro, un pastor alemán, gruñó amenazante. Bajó la mandíbula y mostró sus caninos. Luego se echó, inmóvil, y clavó la mirada en los intrusos. Eran policías de Sicilia, Italia, y ellos consideraron extraña esa reacción del animal.

Sospechando algo, inmovilizaron al perro y descubrieron que se había echado sobre una pequeña puerta trampa. Era la entrada al refugio secreto de Giuseppe Pulvirenti, el segundo jefe de la mafia siciliana, que llevaba prófugo diez años. La acción del perro descubrió al prófugo.

«Me traicionó mi mejor amigo» fueron, después, las palabras de Giuseppe.

«Me traicionó mi mejor amigo.» ¡Qué palabras trágicas! No puede haber mayor dolor que ser traicionado por un amigo. Muchos han llegado al extremo de contemplar el suicidio por la traición de un amigo. Y sin embargo, ¿quiénes son los que más nos traicionan a nosotros? Somos nosotros mismos.

Un hombre llevaba una vida muy descuidada. Era deshonesto. No hacía sus negocios con integridad. Ganaba mucho pero con engaño. Y era descuidado en pagar sus deudas. Quizá pensó que nadie lo descubriría. O quizá se acostumbró tanto a la deshonra que ni cuenta se daba de su impudencia.

Un día se le ofreció la oportunidad de comprar una propiedad. Tenía más que suficiente para la cuota inicial, así que comenzó el trámite. Pero cuando la casa de préstamos hizo un análisis de sus cuentas, le negó el crédito. Él resultó ser su propio traidor. Bien pudo haber dicho: «Me traicionó mi mejor amigo.»

La única manera de salvarnos de nuestra propia traición es vivir en total y absoluta integridad. Eso quiere decir nunca mentir, nunca robar, nunca engañar, nunca ser deshonesto, nunca quebrantar ninguna ley. Y si algún día falláramos en uno de estos puntos, lo confesaríamos de inmediato. Sólo así podemos estar seguros de nunca ser nuestro propio traidor.

Todos podemos llevar una vida tal si vivimos según las normas morales de Dios. El día en que todo el mundo viva conforme al Decálogo de Moisés, sin nunca quebrantar ninguno de sus mandamientos, habrá paz en el mundo. Mientras eso no ocurra, no habrá paz.

Sin embargo, esa paz puede ser nuestra si le damos entrada a Dios en nuestro corazón. Esa, por cierto, es la fórmula para evitar traicionarnos a nosotros mismos. No nos sigamos traicionando. Seamos más bien nuestro mejor amigo al hacernos amigos de Dios. Él nos espera con brazos abiertos. Seamos cada uno nuestro mejor amigo.

Hermano Pablo