jueves, 1 de diciembre de 2011

1 CORINTIOS 1:27


Cuando tengas momentos de debilidad acuérdate de lo que te dijo DIOS

EL MEJOR REGALO

El día que mi María José nació, en verdad no sentí gran alegría porque la decepción que sentía parecía ser más grande que el gran acontecimiento que representa tener un hijo. Yo quería un varón. A los dos días de haber nacido, fui a buscar a mis dos mujeres, una lucía pálida y la otra radiante y dormilona.

En pocos meses me dejé cautivar por la sonrisa de María José y por el negro de su mirada fija penetrante, fue entonces cuando empecé a amarla con locura, su carita, su sonrisa y su mirada no se apartaban ni un instante de mi pensamiento todo se lo quería comprar, la miraba en cada niño o niña, hacia planes, todo sería para mi María José.

Este relato era contado a menudo por Randolf, el padre de María José: Yo también sentía gran afecto por la niña que era la razón más grande para vivir de Randolf, según decía el mismo. Una tarde estábamos mi familia y la de Randolf haciendo un picnic a la orilla de una laguna cerca de casa y la niña entablo una conversación con su papa, todos escuchábamos:

-Papi, cuando cumpla quince años, ¿Cuál será mi regalo?

-Pero mi amor si apenas tienes diez añitos, ¿No te parece que falta mucho para esa fecha?

-Bueno papi, tu siempre dices que el tiempo pasa volando, aunque yo nunca lo he visto por aquí.

La conversación se extendía y todos participamos de ella. Al caer el sol regresamos a nuestras casas.

Una mañana me encontré con Randolf en frente del colegio donde estudiaba su hija quien ya tenía catorce años. El hombre se veía contento y la sonrisa no se apartaba de su rostro. Con gran orgullo me mostró el registro de calificaciones de María José, eran notas impresionantes, ninguna bajaba de veinte puntos y los estímulos que les habían escrito sus profesores eran realmente conmovedores, felicité al dichoso padre y le invite a un café.

María José ocupaba todo el espacio en casa, en la mente y en el corazón de la familia especialmente el de su padre. Fue un domingo muy temprano cuando nos dirigíamos a misa, cuando María José tropezó con algo, eso creímos todos, y dio un traspié, su papá la agarro de inmediato para que no cayera. Ya instalados en nuestros asientos, vimos como María José fue cayendo lentamente sobre el banco y casi perdió el conocimiento.

La tomé en brazos mientras su padre, buscaba un taxi y la llevamos al hospital. Allí permaneció por diez días y fue entonces cuando le informaron que su hija padecía de una grave enfermedad que afectaba seriamente su corazón, pero no era algo definitivo, que debía practicarle otras pruebas para llegar a un diagnóstico firme.

Los días iban transcurriendo, Randolf renunció a su trabajo para dedicarse al cuidado de María José, su madre quería hacerlo pero decidieron que ella trabajaría, pues sus ingresos eran superiores a los de él. Una mañana Randolf se encontraba al lado de su hija cuando ella preguntó:

-¿voy a morir, no es cierto? Te lo dijeron los médicos.

-NO mi amor, no vas a morir, Dios es tan grande, no permitirá que pierda lo que más he amado en el mundo respondió el padre.

¿Van a algún lugar? ¿Pueden ver desde lo alto a las personas queridas? Sabes si pueden volver?

Bueno hija, respondió, en verdad nadie ha regresado de allá a contar algo sobre eso, pero si yo muriera, no te dejaría sola. Estando en el más allá buscaría la manera de comunicarme contigo, en última instancia utilizaría el viento para venir a verte.

-¿Al viento? Replicó María José ¿Y como lo harías?

-No tengo la menor idea hija, solo se que si algún día muero, sentirás que estoy contigo cuando un suave viento roce tu cara y una brisa fresca bese tus mejillas.

Ese mismo día por la tarde, llamaron a Randolf, el asunto era grave, su hija estaba muriendo, necesitaba un corazón pues el de ella no resistiría sino unos quince o veinte días más. ¡Un corazón! ¿Dónde hallar un corazón?

Lo vendían en la farmacia acaso, en el supermercado, o en una de esas grandes tiendas que propagandean por radio y televisión. ¡Un corazón! ¿Dónde?

Ese mismo mes, María José cumpliría sus quince años. Fue el viernes por la tarde cuando consiguieron un donante, las cosas iban a cambiar. El domingo por la tarde, ya María José estaba operada. Todo salió como los médicos habían planeado. ¡Éxito total!

Sin embargo, Randolf no había vuelto por el hospital y María José lo extrañaba muchísimo. Su mamá le decía que ya todo estaba bien y que sería el quien trabajaría para sostener la familia. María José permaneció en el hospital por quince días más, los médicos no habían querido dejarla ir hasta que su corazón estuviera firme y fuerte y así lo hicieron. Al llegar a casa todos se sentaron en un enorme sofá y su mamá con los ojos llenos de lágrimas le entregó una carta de su padre.

María José, mi gran amor:

“Al momento de leer mi carta, debes tener quince años y un corazón fuerte latiendo en tu pecho, esa fue la promesa de los médicos que te operaron. No puedes imaginarte ni remotamente cuanto lamento no estar a tu lado en este instante. Cuando supe que ibas a morir, decidí dar respuesta a una pregunta que me hiciste cuando tenías diez años y la cual no respondí. Decidí hacerte el regalo más hermoso que nadie jamás ha hecho. Te regalo mi vida entera sin condición alguna, para que hagas con ella lo que quieras.

¡Vive Hija! Te amo...”

María José lloró todo el día y toda la noche. Al día siguiente, fue al cementerio y se sentó sobre la tumba de su papá, lloró como nadie lo ha hecho y susurró:

“Papi ahora puedo comprender cuanto me amabas, yo también te amaba aunque nunca te lo dije. Por eso también comprendo la importancia de decir “TE AMO”. Y te pediría perdón por haber guardado silencio”.

En ese instante las copas de los árboles se movieron suavemente, cayeron algunas flores y una suave brisa rozó las mejillas de María José.

Alzó la mirada al cielo, se levantó y caminó a casa.