miércoles, 23 de junio de 2010

EL CIRCO

Cuando yo era adolescente, en cierta oportunidad estaba con mi padre haciendo fila para comprar entradas para el circo. Al final, solo quedaba una familia entre la ventanilla y nosotros. Esta familia me impresionó mucho. Eran ocho chicos, todos probablemente menores de doce años. Se veía que no tenían mucho dinero.
La ropa que llevaban no era cara, pero estaban limpios. Los chicos eran bien educados, todos hacían bien la fila, de a dos detrás de los padres, tomados de la mano. Hablaban con excitación de los payasos, los elefantes y otros números que verían esa noche. Se notaba que nunca antes habían ido al circo. Prometía ser un hecho saliente en su vida.
El padre y la madre estaban al frente del grupo, de pie, orgullosos. La madre, de la mano de su marido, lo miraba como diciendo: “Eres mi caballero de brillante armadura”. Él sonreía, henchido de orgullo y mirándola como si respondiera: “Tienes razón” La empleada de la ventanilla preguntó al padre cuántas entradas quería. Él respondió con orgullo: “Por favor, deme ocho entradas para menores y dos de adultos, para poder traer a mi familia al circo.” La empleada le indicó el precio. La mujer soltó la mano de su marido, ladeó su cabeza y el labio del hombre empezó a torcerse.
Este se acercó un poco más y preguntó: “¿Cuánto dijo?” La empleada volvió a repetirle el precio. ¿Cómo iba a darse vuelta y decirle a sus ocho hijos que no tenía suficiente dinero para llevarlos al circo? Viendo lo que pasaba, papá puso la mano en el bolsillo, sacó un billete de veinte dólares y lo tiró al suelo (nosotros no éramos ricos en absoluto). Mi padre se agachó, recogió el billete, palmeó al hombre en el hombro y le dijo: “Disculpe, señor, se le cayó esto del bolsillo.”
El hombre se dio cuenta de lo que pasaba. No había pedido limosna, pero sin duda apreciaba la ayuda en una situación desesperada, angustiosa e incomoda. Miró a mi padre directamente a los ojos, con sus dos manos le tomó la suya, apretó el billete de veinte dólares y con labios trémulos y una lágrima rodándole por la mejilla, replicó: “Gracias, gracias señor. Esto significa realmente mucho para mi familia y para mi.”
Papá y yo volvimos a nuestro auto y regresamos a casa. Esa noche no fuimos al circo. Pero no nos fuimos sin nada…
Hechos 20:35 “Más bienaventurada cosa es dar que recibir”
Proverbios 19:17 “A Dios presta el que da al pobre, Y él le dará su paga”
Proverbios 14:21 “Peca el que menosprecia a su prójimo: Mas el que tiene misericordia de los pobres, es bienaventurado.

EL LEGADO DE NUESTROS HIJOS

Lectura: Salmo 127.
"He aquí, herencia de Jehová son los hijos" Salmo 127:3
Un amigo mío escribió recientemente: «Si muriéramos mañana, la compañía para la que trabajamos podría reemplazarnos fácilmente en cuestión de días. Pero la familia que queda atrás sentiría la pérdida durante el resto de sus vidas. ¿Por qué entonces invertimos tanto en nuestro trabajo y tan poquito en las vidas de nuestros hijos?»
¿Por qué algunas veces nos agotamos levantándonos temprano y yéndonos tarde a descansar, «com[iendo] pan de dolores» (Salmo 127:1-2), atareándonos en dejar nuestra marca en este mundo y pasando por alto la inversión que es más importante que todo lo demás, nuestros hijos?
Salomón declaró: «Herencia de Jehová son los hijos», un legado invalorable que Él nos ha entregado. «Como saetas en mano del valiente, así son los hijos habidos en la juventud» (v. 4) es su asombroso símil. Nada es más digno de nuestra energía y tiempo.
Salomón proclamó que no hay necesidad de «pan de dolores», trabajando noche y día, por cuanto el Señor cuida de nosotros (Salmo 127:2). Podemos darnos el tiempo para nuestros hijos y confiar en que el Señor proveerá para todas nuestras necesidades físicas. Ya sea que se trate de nuestros propios hijos o de los hijos de otros a quienes discipulamos, ellos son nuestro legado perdurable —una inversión que jamás lamentaremos.
El tiempo pasado con tus hijos es tiempo invertido sabiamente.

ANOREXIA UNIVERSAL

No es tan famoso como el diario de Ana Frank, pero es igual de dramático. El penúltimo apunte lleva fecha de mayo 1989, y dice: «Me siento como un zombi. No puedo hablar claro. Mi cuerpo no da más.» La última anotación lleva fecha de febrero 1990, y dice: «Estoy asustada. No puedo detener mi modo de vida. Mi anorexia me está matando. Todo lo que puedo hacer es gritar: “¡Sálvenme! ¡sálvenme!”»

Estas anotaciones fueron encontradas en el diario de Kate Dunbar, una hermosa señorita que murió de anorexia nerviosa el día 2 de enero de 1991.

Todo comenzó cuando quiso adelgazar y dejó de comer lo que debía. Cuando se dio cuenta, ya hasta aborrecía la comida. Murió a los veintidós años de edad, pesando sólo veinte kilos.

La anorexia nerviosa es una enfermedad típica de las jóvenes modernas que dejan de comer para, como dicen ellas, «conservar la línea». Anorexia viene de dos palabras griegas: a, que significa «sin», y orexia, que significa algo como «anhelo». Es decir, sin anhelo, sin ganas.

Eso es exactamente lo que ocurre en este mundo moderno en que vivimos. Nos estamos muriendo de anorexia espiritual. Hemos procurado obtener todos los bienes materiales posibles, y hemos buscado satisfacer todos los deseos de la naturaleza pecaminosa, pero hemos dejado de buscar lo espiritual. El resultado es una asombrosa pérdida de vigor moral, una horrible anemia espiritual.

A fines del siglo dieciocho comenzó la revolución industrial con el desarrollo del maquinismo y el sistema capitalista. A fines del siglo diecinueve aparecieron las ideas del marxismo y la psicología de Freud. El siglo veinte vio el surgimiento de los poderes totalitarios y el progreso de las comunicaciones.

Junto con esto, hemos visto el nacimiento de la drogadicción y su secuela, el narcotráfico. Y en 1980 se presentó en escena un personaje horrible, el SIDA, que amenaza acabar con toda la humanidad.

¿Qué es lo que sucede? El alma del hombre moderno sufre anorexia. No tiene hambre de Dios. Ha perdido la fe. Ahora es el tiempo de hacer de Cristo el Señor de nuestra vida. Sólo así encontraremos el secreto de la verdadera salud espiritual. No hay nadie que tenga que morir de anorexia.

Hermano Pablo