miércoles, 15 de julio de 2015

¿DEBEMOS EJECUTAR AL QUE DIOS PERDONA?

El crimen había sido espantoso: secuestro, violación y homicidio. Todas las leyes del mundo aplicarían la pena máxima. De ahí que el estado de Washington, Estados Unidos, condenara a Westley Allan Dodd a morir ahorcado.
Dodd no se opuso al largo juicio, ni a la decisión del jurado ni a la sentencia que dictó el juez. Su rostro evidenciaba cierta humildad. Tanto es así que estando de pie en el cadalso, y con la soga al cuello, manifestó: «Yo estaba convencido de que en este mundo no había paz, pero me equivoqué. Aquí en mi celda he hallado paz y esperanza en el Señor Jesucristo.»
Momentos después, su cuerpo se balanceaba al extremo de la cuerda.
Dodd había sido un hombre malvado que, con toda conciencia y a sabiendas, secuestró a tres niñas, las violó y las mató simplemente por el placer que le produjo. Nunca en su breve vida, de sólo treinta y un años, mostró buenos sentimientos.
Sin embargo, en la cárcel alguien le dio el mensaje que todo ser humano debe escuchar siquiera una vez en la vida: el mensaje de Cristo. Y Dodd lo comprendió y aceptó a Cristo como Señor de su vida.
Este hombre, cargado de tremendas culpas, hizo dos cosas. Reconoció que era pecador, de lo cual ningún jurado ni ningún juez lo hubiera convencido. Y arrepentido sinceramente, aceptó a Jesucristo como su único Salvador. En los últimos días de su vida, halló la paz y la esperanza que nunca había tenido.
Surge la pregunta: ¿Será justo que un criminal, que ha cometido tantos hechos horrendos, reciba tan fácilmente la vida eterna?
Otra pregunta: ¿Debe aplicársele la pena capital al que humildemente se arrepiente y demuestra un cambio total de carácter y de vida?
Respecto a esta última pregunta, la relación con Dios, por sincera que sea, por profundo que haya sido el arrepentimiento y por maravilloso que haya sido el cambio de vida, no anula la deuda que alguien tiene con la ley. La deuda tiene que pagarse.
En cuanto a la primera pregunta, la Biblia dice que Dios no muestra favoritismos. Todo el que a Él viene, cualquiera que haya sido su pecado, si con absoluto arrepentimiento se humilla ante Él como su Señor, recibe perdón. Es más, la muerte de Cristo en la cruz borra todos sus pecados.
Entreguémosle nuestra vida a Cristo. La gracia de Dios nos ayudará a someternos a las leyes humanas, y tendremos además la vida eterna. Lo más importante que poseemos es nuestra alma. Entreguémonos a Jesucristo. Él nos salvará.
Hermano Pablo

«ESTOY CANSADA DE SER FUGITIVA»

Fueron doce años de angustia. Doce años de correr. Doce años de cambiar continuamente de domicilio, de nombre. Doce años de vivir oculta, yendo de Sicilia a Suiza, de Suiza a Brasil, de Brasil a Venezuela, y de Venezuela a quién sabe dónde. Doce años sin vida normal. Hasta que, por fin, Rosetta Cutolo dijo: «Estoy cansada de ser fugitiva», y se entregó a las autoridades italianas.
Rosetta Cutolo había sido una de las jefas de la Mafia siciliana. Las autoridades la conocían muy bien. Entre sus delitos figuraban actos de terrorismo y actividades subversivas internacionales. Pero al fin, prefirió entregarse antes que ser una perpetua fugitiva.
La vida de delitos nunca paga bien. Vivir honesta y honradamente, aunque pobre, es mil veces mejor que vivir como fugitivo, por más beneficio que el delito ofrezca.
Hay muchos casos, en las historias policiales de todo el mundo, de hombres y de mujeres que tras varios años de escapar de la justicia se han entregado voluntariamente, prefiriendo la cárcel y la paz que la libertad y la fuga. Así de desesperante es la condición del fugitivo.
Sin embargo, hay otra prisión todavía más opresiva que cualquier cárcel de esta tierra. La declaración de Rosetta: «Estoy cansada de ser fugitiva», tiene también matices espirituales. ¿Acaso no es cada pecador que puebla este mundo un fugitivo de la justicia de Dios?
Caín, el primer delincuente que huyó de la presencia de Dios, nunca pudo encontrar tranquilidad. Y no era que Dios lo persiguiera directamente. Lo perseguía su conciencia, y lo perseguían las consecuencias de su pecado.
Toda persona que no ha tenido una conversión espiritual es fugitiva de la ley de Dios, y mientras no entre en alianza con Dios, no podrá tener paz. Mientras uno viva huyendo de su conciencia, huyendo de la consecuencia de sus pecados y huyendo de la ley de Dios, no tendrá paz. Así no es posible tener paz.
Si no tenemos paz en el alma, si hay algo dentro de nosotros que no nos deja estar tranquilos, es porque nos está persiguiendo  nuestra conciencia. Y si no cambiamos de rumbo y nos entregamos a Dios de alma y corazón, la conciencia nos consumirá. No corramos más. No sigamos huyendo. Dejemos de ser fugitivos y regresemos al hogar espiritual. En casa hay abundancia de paz. Dios nos espera.
Hermano Pablo

«GAMINES», «GOLFOS», «PUNGAS» Y «VAGOS»

La caravana se organizó sola. Nadie la convocó. Nadie la dirigió. De todas las esquinas y plazoletas, de todos los cines y mercados, de todos los barrios de la ciudad, comenzaron a caminar. ¿Quiénes hacían esto? Niños. Decenas de niños. Niños pobres. Niños desamparados. Niños que caminaban solidarios con un rumbo fijo: «La Nueva Jerusalén», uno de los barrios de la gran ciudad.
Iban para asistir al funeral de un compañero muerto, un chico callejero de doce años de edad llamado Wellington Barboza. Lo habían asesinado los narcotraficantes. Uno más, añadido a la lista de víctimas. Era uno de los chicos abandonados, de ocho a doce años de edad, que viven en las calles de Río de Janeiro.
Todas las grandes ciudades tienen sus niños pobres. Son los huérfanos, los desheredados, los corridos de sus casas sin amor y sin cuidado. Irónicamente el niño Wellington Barboza había sido asesinado en un barrio llamado «La Nueva Jerusalén», el nombre que la Biblia da a la eterna ciudad celestial.
Estos niños brasileños, como sus congéneres de todo el mundo, se dedican necesariamente al delito: al robo y al narcotráfico. Y a veces, por la misma vida que llevan, cometen homicidios.
En Bogotá se les llama «gamines», en España, «golfos», en otras ciudades, «pungas» o «vagos», pero todos por igual son víctimas del desamor y la indiferencia. Y su destino es la droga, la agresión, la cárcel y la muerte.
¿Habrá algo que nosotros, los adultos de este tiempo, podemos hacer? Sí, lo hay. En primer lugar, debemos reconocer la honda herida que motiva este comportamiento. Ellos son quienes son, y hacen lo que hacen, porque son víctimas de una sociedad que los ha herido, desamparado y abandonado.
Luego debemos levantar nuestra voz para hacer que tomen conciencia todos —padres, maestros, clérigos, autoridades— de que no hay modo de justificar el abandono de nuestros niños. La realidad es que son nuestros, y su comportamiento refleja el mal que aflige a nuestra sociedad.
Algo más. Padres, cuidemos con amor y atención a los hijos que todavía tenemos en casa. La Biblia dice: «Y ustedes, padres, no hagan enojar a sus hijos, sino críenlos según la disciplina e instrucción del Señor» (Efesios 6:4).
Pidamos de Dios la sabiduría espiritual para librar a nuestros hijos de la ruina moral. Si Cristo es nuestro Señor, hará de nuestro hogar un nido de paz. Invitémosle a que sea el huésped invisible de nuestro hogar. Así aseguraremos a nuestros hijos.
Hermano Pablo