jueves, 12 de noviembre de 2009
UNIDOS AL FIN
Las puertas de la sala de emergencia se abrieron de par en par. Una camilla conducida por enfermeros pasó rápidamente. Traían a un hombre de sesenta y un años de edad, llamado Clarence, víctima de un ataque cardíaco. Pero los esfuerzos de los médicos fueron vanos. Clarence murió media hora después.
Acababan de quitar de la sala a Clarence cuando volvieron a abrirse rápidamente las puertas. Esta vez traían en la camilla a otro hombre, de cincuenta y seis años, llamado Charles, también víctima de un ataque cardíaco. De nuevo los esfuerzos de los médicos fueron vanos. Charles murió a la media hora.
En la morgue del hospital los cuerpos de Clarence Atton y Charles Atton yacían uno junto al otro, fríos, inmóviles, silentes. Clarence y Charles eran hermanos que habían estado enemistados durante veinticinco años. No se habían hablado ni una sola vez en ese lapso de tiempo. Los dos murieron el mismo día, casi a la misma hora, de un ataque cardíaco. Y la súbita muerte no les dio tiempo para reconciliarse.
He aquí un caso patético. Los dos hermanos tuvieron una vez una contienda. Se enemistaron seriamente. Ninguno de los dos quiso nunca dar su brazo a torcer. Alimentaron su resentimiento, sin deseos de perdón, durante veinticinco años.
En sólo dos ocasiones cambiaron unas breves palabras: en el funeral de la madre de ambos, y en el funeral de una hermana. Vivían en la misma ciudad: Boston, Estados Unidos. Pero nunca mostraron la voluntad de reconciliarse. Cuando al fin estuvieron uno junto al otro, ya estaban en la morgue, separados para siempre.
¿Cuánto tiempo vamos a esperar nosotros para reconciliarnos con nuestro hermano o nuestra hermana, con nuestro esposo o nuestra esposa, o con cualquiera con quien estamos enemistados? ¿Un día? ¿Un mes? ¿Un año? ¿O esperaremos hasta el día de la muerte, cuando la puerta se haya cerrado para siempre?
La obstinación es uno de los pecados más absurdos del ser humano. Nos herimos a nosotros mismos. Arruinamos nuestra propia vida. Destruimos nuestro propio ser, y todo por el orgullo que no nos deja decir: «Perdóname.»
Lo triste de esta obstinación es que el que sufre es el que no perdona. El que no perdona lleva una vida solitaria. El que no perdona no conoce la paz. El que no perdona sólo conoce amargura. El que no perdona no puede ni perdonarse a sí mismo. Y lo peor de todo es que el que no perdona no puede encontrar el perdón de Dios.
La oración más conocida de todos, el Padrenuestro, dice: «Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores» (Mateo 6:12). Es como decir; «Perdóname, Señor, de la misma manera en que yo perdono.» Y si nosotros, en obstinación, no perdonamos, no podemos obtener el perdón de Dios.
Cristo nos mostró el camino al reconciliarnos con Dios. Perdonemos nosotros, para vivir en paz y para disfrutar del perdón de Dios.
Hermano Pablo
«AHORA YO VOY A DESAFIAR A LA VIDA»
«La vida me ha traído un desafío. Ahora yo voy a desafiar a la vida.» Así habló Ed Kanan, hombre de cuarenta y seis años de edad. Dicho esto, comenzó a esquiar: primero en el agua, lo cual es bastante difícil, después en la nieve, que es más difícil aún. Le puso tanto empeño al deporte que ganó campeonatos nacionales e internacionales.
Lo notable de estas hazañas es que Ed Kanan quedó ciego a los cuarenta y cinco años de edad, justo un año antes de aprender a esquiar. Armado de persistencia y optimismo, Kanan, a pesar del desafío de su ceguera, no permitió que su condición le robara la confianza. Al contrario, afrontó cada desafío con la seguridad de vencer.
La enfermedad que lo había dejado ciego, la diabetes, a su tiempo cobró su víctima, y a los cincuenta y nueve años de edad Ed Kanan murió. Pero dejó un legado: un legado del cual todos nosotros podemos aprovecharnos. Es este: «La vida me ha traído un desafío. Ahora yo voy a desafiar a la vida.»
Lo cierto es que la vida es un desafío continuo para todo ser humano. A veces nos acobardamos ante el desafío, y huimos. Otras veces, llenos de fe y armados de confianza, con una oración en los labios, retamos a la vida y vencemos.
Es rara la vez en que la vida presenta bendiciones, dichas o satisfacciones en una bandeja de plata. Con la vida hay que pelear. Uno puede obtener la victoria y llegar a disfrutar del triunfo y tener al fin la satisfacción de decir: «He peleado y he vencido», pero es, como quiera, una batalla.
Hay dos enemigos que son los que más nos acosan. Uno es el miedo; el otro es el desánimo. El miedo es siempre a lo desconocido. No tememos lo que conocemos; tememos lo que desconocemos. Eso debe decirnos mucho. Si lo que tememos nos es desconocido, ¿cómo sabemos que nos puede perjudicar?
El desánimo, por su parte, es una reacción. Tiene como base nuestras emociones. Depende de la manera en que reaccionamos a las circunstancias de la vida. Si no reaccionamos negativamente, no sufrimos desánimo.
Es innegable que la vida no es justa. No siempre podremos controlar nuestras emociones. ¿Qué hacer entonces? Cobijarnos en la gracia de Dios. Si Cristo es nuestro amigo, si estamos acostumbrados a hablar con Él, podemos estar seguros de que Él nos tiene en sus planes. Y si estamos en sus planes, nada puede ocurrirnos que Él no apruebe. Todos podemos tener esa certeza.
Rindámonos, pues, al Señor Jesucristo y así podremos, con fe y con plena seguridad, desafiar a la vida. Él será nuestra victoria. Él nos acompañará hasta la recta final.
Hermano Pablo
LA OSTRA
Ahora, ¿minimizó ella las ásperas labores del destino que la llevó a tan deplorable estado? ¿Maldijo al gobierno, reclamó elecciones, y demandó que el mar debió haberle brindado protección?
No, se dijo a sí misma mientras yacía en una concha, ya que no puedo removerla, intentaré mejorarla. Ahora los años han pasado, como los años siempre lo hacen. Y llegó a este su destino final: un guisado.
Y el diminuto grano de arena que tanto la había molestado era un hermosa perla preciosamente radiante. Ahora el cuento tiene una moraleja, ya que ¿no es maravilloso lo que una ostra puede hacer con un bocado de arena?
¿Qué no podríamos hacer si tan solo comenzásemos con algunas de las cosas que nos molestan?
Autor Desconocido
Las pruebas que Dios permite en nuestras vidas siempre llevan el propósito de ayudarnos a enfocarnos más en Él y aferrarnos a Su provisión.
Cuando esto hacemos, lo que una vez parecía trágico, se convierte en una experiencia de crecimiento personal que no sólo aclara cada vez más el propósito para el cual fuimos creados y puestos en esta vida sino que también nos permite ayudar a otros en el camino.
¿Por qué no dejar de quejarnos, entonces, y más bien darle gracias a Dios por Su providencia y provisión?
Adelante, hagamos buen uso de las pruebas que vienen en nuestra dirección y que Dios les continúe bendiciendo.
Raúl Irigoyen
Yo sé, mi Dios, que tú pruebas los corazones y amas la rectitud. Por eso, con rectitud de corazón te he ofrecido voluntariamente todas estas cosas, y he visto con júbilo que tu pueblo, aquí presente, te ha traído sus ofrendas. 1 Crònicas 29:17.
NO HAY MAYOR AMOR
"Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos" Juan 15:13
Melbourne, Australia, es el hogar del Santuario del Recuerdo, un monumento a la memoria de aquellos que murieron por su país. Desde que fue construido después de la Primera Guerra Mundial, ha sido ampliado para honrar a aquellos que sirvieron en los conflictos subsiguientes.
Es un lugar bello, con recordatorios de la valentía y la devoción, pero el aspecto destacado del santuario es una sala que contiene una piedra tallada en la que se encuentran las simples palabras: «Nadie tiene mayor amor que éste». Cada año, el décimo primer día del décimo primer mes a las once de la mañana, un espejo refleja la luz del sol sobre la piedra para iluminar la palabra amor. Es un tributo conmovedor a aquellos que dieron sus vidas.
Honramos la memoria de los que pagaron el precio final por la libertad. Pero las palabras en esa piedra conllevan un significado aún mayor. Jesús las pronunció la noche antes de morir en la cruz por los pecados de un mundo necesitado (Juan 15:13). Su muerte no fue por la libertad de la tiranía política, sino por la libertad del castigo del pecado. Su muerte no fue tan sólo para darnos una vida mejor, sino para darnos la vida eterna.
Es importante recordar a los que han dado sus vidas por su país, pero jamás olvidemos alabar y honrar al Cristo que se sacrificó por un mundo moribundo. En verdad, no hay mayor amor que éste.
La cruz de Jesús es la suprema evidencia del amor de Dios.