lunes, 7 de julio de 2014

HOGAR, AMARGO HOGAR

El apartamento era pequeño. Constaba de dos cuartos, un baño, un comedor y una cocina. La cuota mensual del arriendo era baja, pues estaba ubicado en una zona popular de Nueva York. Aunque pequeño y humilde, eso no impidió que en él se colocara el tradicional cartelito que se pone en tantas casas y que dice: «Hogar, dulce hogar».
Lamentablemente, el cartel que debía habérsele colocado a ese apartamento era todo lo contrario: «Hogar, amargo hogar». Porque la familia que habitaba allí, compuesta por Herman McMillan, de cuarenta y dos años, su esposa Frances, de treinta y cuatro, y sus nueve hijos, de uno a dieciséis años de edad, vivía de una manera deplorable. En ese hogar los padres maltrataban física y sexualmente a sus hijos. La policía que investigó el caso describió a la familia como «una llaga de la gran ciudad».
A menudo se oye decir que el hogar es el cielo en la tierra, que no hay mayor felicidad que la que se puede hallar entre las cuatro paredes del nido familiar, que todas las penas de la calle se dejan cuando uno traspasa el umbral de ese lugar querido. Y todo eso es cierto, hermosamente cierto. Hay muchísimos casos de familias unidas, cariñosas y amables que, aunque pobres, saben ser felices con lo poco que tienen. En esos hogares sí que se puede aplicar el dicho: «Hogar, dulce hogar».
Pero hay otros hogares en que no cabe ese dicho, como el de los McMillan. En lugar de un cielo, es un infierno. En vez de reinar la paz, reina la violencia. En vez de vivir en armonía, se vive en discordia. En lugar de recibir amor y cariño, los hijos reciben brutales palizas. Y lo que es peor, los padres, en lugar de respetar de un modo sano y maduro a sus hijos, los maltratan sexualmente: el padre, a sus hijas; y la madre, a sus hijos.
¿A qué le podemos atribuir la culpa de semejante atrocidad? A dos vicios mortales que entraron a aquella casa: el alcohol y la cocaína. Cuando esos dos males terribles se posesionan de un hogar, lo degradan, lo envilecen y lo descomponen.
Los hijos del matrimonio McMillan recordarán siempre, con angustia, con horror y con rabia, el hogar frío que les dieron sus padres, y llevarán el resto de la vida el estigma del abuso deshonesto y la marca de la degradación. No dejemos nunca que entren a nuestra casa ni el alcohol ni la droga, ni los introduzcamos jamás en nuestro organismo. Considerémoslos nuestros mayores enemigos. Aborrezcámoslos y combatámoslos. Jesucristo desea ayudarnos, entrando Él, más bien, a nuestro corazón. Él no sólo tiene el poder para vencer esos enemigos, sino también un profundo interés en nuestro bienestar personal. Démosle entrada a nuestra vida antes que sea demasiado tarde.
Hermano Pablo

«LA MUERTE DE LA MUERTE»

Julio Azael Zepeda, de Barranquilla, Colombia, se probó el traje una vez más. Era un traje viejo, de más de cinco años, pero por eso mismo le tenía más aprecio. Todo lo encontró correcto: las medidas, el color, la tela, los adornos. Y como desde hacía cinco años, sonrío satisfecho.
Después de colgar el traje en el ropero, salió a la calle. En pocos días comenzaba el carnaval barranquillero, pero en la calle, inesperada e intempestivamente, lo atropelló un carro tirado por mulas. Julio Azael encontró la muerte, y allí en el ropero quedó esperándolo su traje de «La muerte». Porque ese era el disfraz que usaba con todo éxito cada año en el carnaval. Se vestía de muerte para desafiar a la muerte.
«Fue la muerte de la muerte», anunciaron los diarios de Barranquilla.
Aquí tenemos otra de tantas ironías de la vida. Julio Azael Zepeda se disfrazaba todos los años con el disfraz de Muerte: paños negros, esqueleto pintado, calavera pálida. Era uno de los mejores disfraces del carnaval de Barranquilla. Pero de tanto bromear con la Muerte, la Muerte de Carnaval, lo sorprendió la otra muerte, esa que no es un disfraz ni un chiste ni un carnaval: la muerte auténtica y verdadera.
Lo que llamó la atención fueron los titulares de los diarios: «Murió la Muerte»; «La Muerte encontró a la muerte»; «La muerte de la Muerte». Todos los titulares giraban en torno a la misma paradoja, la misma ironía, el mismo chiste macabro.
Sin embargo, el concepto de «la muerte de la muerte» es perfectamente bíblico. Es una de las promesas más grandes que Dios le ha hecho a la humanidad. Lo expresa en verso el profeta Oseas en el capítulo 13 de su profecía: «¿Dónde están, oh muerte, tus plagas? / ¿Dónde está, oh sepulcro, tu destrucción? / ¡Vengan, que no les tendré misericordia!» (v. 14).
Y en el libro del Apocalipsis, la última gran profecía de la Biblia, se estampa: «Ya no habrá muerte» (21:4). La muerte, que ha sido la compañera inseparable del hombre desde el día en que Adán pecó y ha sido la más temible experiencia de todas, un día dejará de existir. Ya no atacará más, ni morderá más, ni volverá a destruir felicidades e ilusiones, ni a provocar dolores y lágrimas.
Sólo Jesucristo, el Señor resucitado y viviente, tiene el verdadero y absoluto poder sobre la muerte y el sepulcro. Sólo Cristo tiene vida eterna para darnos.
Hermano Pablo