jueves, 26 de mayo de 2011

«ESTAS MANOS ME SALVARON LA VIDA»

Era un viejo edificio de apartamentos en la ciudad de Nueva York. El ascensor era tan viejo como el edificio. Rebeca Rosario, al dejar a sus tres hijitas en su apartamento, les dijo: «Vuelvo en seguida. No tengan miedo.» Y la señora fue hasta el ascensor del piso número 14, donde vivía.

Abrió la puerta y dio un paso hacia adentro. Pero en lugar de entrar en la cabina, cayó al vacío. La puerta no debió haberse abierto, pues la cabina estaba en el primer piso. Pero era un edificio viejo, y era, así mismo, un ascensor viejo.

En su desesperación, Rebeca atinó a agarrarse de los cables mohosos del aparato. Sintió el terrible dolor de la raspadura, como fuego brotando de sus manos, pero aminoró la caída. Se quebró ambos tobillos, pero no se mató.

En el hospital, algunos días después, Rebeca mostró sus manos quemadas casi hasta el hueso, y dijo: «Estas manos me salvaron la vida.»

¡Qué significativa la frase de aquella mujer de treinta años de edad! Al caer por el hueco de un ascensor desde el decimocuarto piso, atina a agarrarse de los cables, y al cabo de su odisea declara: «Estas manos me salvaron la vida.»

Las manos son un instrumento maravilloso, genial diseño de Dios. Con ellas se puede empuñar un hacha o un bisturí. Se puede pintar a brochazos un gallinero o, con un delicado pincel, un cuadro como «La Última Cena».

Con las manos se puede proporcionar el puñetazo más violento al enemigo, o la caricia más dulce al ser amado. Se puede con ellas robar descaradamente lo ajeno, o con honradez proveer el pan de la familia. Las manos de Rebeca Rosario sirvieron para salvarle la vida.

Hay en la historia universal otras manos que, sin salvar la vida de quien las extendía, fueron traspasadas para obtener la salvación de la humanidad entera. Fueron las manos benditas del divino Redentor, el Señor Jesucristo. Sus manos fueron clavadas a la cruz del Calvario a fin de que Él diera su vida por la de todo ser humano.

Ahora cualquier persona de cualquier raza, pueblo, color o idioma, de cualquier condición económica, clase social o religión, puede ser eternamente salva con sólo creer que Jesucristo es el Hijo de Dios y que dio su vida en la cruz del Calvario como precio de rescate para su salvación.

Para ser eterna y gratuitamente salvos, basta con que creamos en Jesucristo y lo recibamos como eterno Salvador. Hoy puede ser el día de nuestra salvación.

Hermano Pablo

BUENAS NOTICIAS

Lectura: 2 Reyes 7:3-11.
"No estamos haciendo bien. Hoy es día de buena nueva, y nosotros callamos" 2 Reyes 7:9
Graham, un amigo mío australiano, no nació ciego. Un extraño accidente lo dejó así cuando tenía nueve años. Sin embargo, él nunca sintió lástima de sí mismo. Dondequiera que iba, contaba lo que Jesús significaba para él. Su último viaje fue a Tailandia para ejercer como fisioterapeuta. Además de utilizar sus habilidades profesionales, quería compartir el evangelio de Cristo.
Los cuatro leprosos de 2 Reyes 7 también tenían una buena noticia para dar. Se habían encontrado imprevistamente con el campamento sirio y descubrieron que no había nadie. Después de apropiarse de la comida y del botín, recordaron al pueblo samaritano que desfallecía de hambre después de haber sido sitiado por los sirios. Su reacción fue: «No estamos haciendo bien. Hoy es día de buena nueva, y nosotros callamos» (v. 9). Entonces, fueron y le contaron al resto de los israelitas acerca de las provisiones.
A pesar de sus desventajas físicas y sociales, tanto Graham como los leprosos pensaron en los demás. Estaban agradecidos por lo que habían encontrado y lo consideraban demasiado bueno como para guardárselo y no compartirlo con otras personas.
¿Conoces a alguien que necesite saber lo que Jesús hizo? No pongas excusas diciendo que te falta capacidad, sino ve y comparte la buena noticia de lo que el Señor ha hecho contigo. De este modo, tu vida tendrá un nuevo propósito.
Cuando estamos agradecidos por lo que tenemos, queremos compartirlo con otros.