sábado, 29 de junio de 2013

EL PODER DE LA PALABRA

Cuenta la historia que en cierta ocasión, un maestro se dirigía a un atento auditorio
dando valiosas lecciones sobre el poder de la palabra y el influjo que ella ejerce
en nuestra vida y la de los demás.

De repente fue interrumpido por un hombre que le dijo airado:
¡No engañe a la gente!
El poder está en las ideas, no en la palabra.
Todos sabemos que las palabras se las lleva el viento.
Lo que usted dice no tiene ningún valor!

El maestro lo escucha con mucha atención y tan pronto termina,
le grita con fuerza:
¡ Cállate, estúpido; siéntate, idiota!

Ante el asombro de la gente, el aludido se llena de furia, suelta varias imprecaciones y,
cuando estaba fuera de sí, el maestro alza la voz y le dijo:

-Perdone caballero, lo he ofendido y le pido perdón.
Acepte, por favor, mis sinceras excusas y sepa que
respeto su opinión, aunque estemos en desacuerdo.

El Señor se calma y le dijo al maestro:
-Lo entiendo... y también yo le presento mis excusas por mi conducta.
No hay ningún problema, y acepto que la diferencia de opiniones
no debe servir para pelear sino para mirar otras opciones.

El maestro le sonrió y le dijo:
"Perdone Usted que haya sido de esta manera,
pero así hemos visto del modo más claro,
el gran poder de las palabras.
Con unas pocas palabras le exalté y con otras le he calmado."

Reflexión...

LAS PALABRAS NO SE LAS LLEVA EL VIENTO
Las palabras dejan huella, tienen poder e influyen positiva o negativamente.
Las palabras curan o hieren, animan o desmotivan,
reconcilian o enfrentan, iluminan o ensombrecen.

Con pocas palabras podemos alegrar a alguien y
con pocas palabras podemos llevarlo al desaliento y desespero.

Ellas moldean nuestra vida y la de los demás.
Piensa en esto y cuida tus pensamientos porque ellos se convierten en palabras.
Desconozco su autor

¿QUÉ ESTAMOS BATALLANDO?


Seguramente hemos escuchado o protagonizado este diálogo:
-¿Cómo estás?
-Y… acá, luchándola…
¿Has sentido alguna vez, que la vida se trata de una continua lucha? Nos pasamos la vida lidiando con nuestro jefe, con nuestra familia, con nuestra economía, y hasta con nuestro servicio en la iglesia.
En estos días, una pregunta del devocional diario movilizó mis pensamientos acerca de las batallas a las que me enfrento cada día y los invito a hacérsela también ustedes:
“¿Por qué cosas he estado peleando que me agotan?”
La palabra agotamiento definió con exactitud lo que se siente. Ese debilitamiento, la falta de fuerzas y la incertidumbre de no saber cómo seguir cuando se vislumbra que todavía la batalla no acabado o que probablemente se ponga peor.
Identifica tus batallas, tus luchas, aquello que te agota. Todos tenemos nuestras luchas y no dejaremos de tenerlas mientras vivamos. Entonces, ¿qué debemos hacer con ellas? No podemos abandonarlas, o sí, pero de hecho, no debemos. ¿Es qué acaso, es lo que nos toca?
Pablo, en su carta a Timoteo le habla también de esto, sin embargo, no habla de estos tipos de luchas a los que nos referíamos:
“Pelea la buena batalla de la fe, echa mano de la vida eterna, a la cual asimismo fuiste llamado, habiendo hecho la buena profesión delante de muchos testigos” 1 Tim 6:12
Pablo le habla de la buena batalla de la fe. Ésta no es igual a las otras. Ésta es la verdadera batalla que debemos pelear; ésta es la Buena batalla.
Si ella fuera la batalla central de nuestra vida de manera consciente, aquellas otras no nos agotarían porque nos serían añadidas, sabiendo que las circunstancias pasajeras de la vida no duran realmente hasta la eternidad. En cambio, en nuestra guerra espiritual por glorificar  y honrar al Padre, es la única batalla que vale la pena.    
Si echáramos mano de la vida eterna, ¿qué podría ser mayor a esto? ¿Qué no podríamos enfrentar?
Si echáramos mano de la vida eterna, ¿nos sentiríamos vacíos aún cuando ganamos?
Si echáramos mano de la vida eterna, encontraríamos el descanso, el valor y la VICTORIA.
Sólo si echáramos mano de la vida eterna.
Mariana Rueda

«ESTOY CANSADA DE SER FUGITIVA»

Fueron doce años de angustia. Doce años de correr. Doce años de cambiar continuamente de domicilio, de nombre. Doce años de vivir oculta, yendo de Sicilia a Suiza, de Suiza a Brasil, de Brasil a Venezuela, y de Venezuela a quién sabe dónde. Doce años sin vida normal. Hasta que, por fin, Rosetta Cutolo dijo: «Estoy cansada de ser fugitiva», y se entregó a las autoridades italianas.
Rosetta Cutolo había sido una de las jefas de la Mafia siciliana. Las autoridades la conocían muy bien. Entre sus delitos figuraban actos de terrorismo y actividades subversivas internacionales. Pero al fin, prefirió entregarse antes que ser una perpetua fugitiva.
La vida de delitos nunca paga bien. Vivir honesta y honradamente, aunque pobre, es mil veces mejor que vivir como fugitivo, por más beneficio que el delito ofrezca.
Hay muchos casos, en las historias policiales de todo el mundo, de hombres y de mujeres que tras varios años de escapar de la justicia se han entregado voluntariamente, prefiriendo la cárcel y la paz que la libertad y la fuga. Así de desesperante es la condición del fugitivo.
Sin embargo, hay otra prisión todavía más opresiva que cualquier cárcel de esta tierra. La declaración de Rosetta: «Estoy cansada de ser fugitiva», tiene también matices espirituales. ¿Acaso no es cada pecador que puebla este mundo un fugitivo de la justicia de Dios?
Caín, el primer delincuente que huyó de la presencia de Dios, nunca pudo encontrar tranquilidad. Y no era que Dios lo persiguiera directamente. Lo perseguía su conciencia, y lo perseguían las consecuencias de su pecado.
Toda persona que no ha tenido una conversión espiritual es fugitiva de la ley de Dios, y mientras no entre en alianza con Dios, no podrá tener paz. Mientras uno viva huyendo de su conciencia, huyendo de la consecuencia de sus pecados y huyendo de la ley de Dios, no tendrá paz. Así no es posible tener paz.
Si no tenemos paz en el alma, si hay algo dentro de nosotros que no nos deja estar tranquilos, es porque nos está persiguiendo  nuestra conciencia. Y si no cambiamos de rumbo y nos entregamos a Dios de alma y corazón, la conciencia nos consumirá. No corramos más. No sigamos huyendo. Dejemos de ser fugitivos y regresemos al hogar espiritual. En casa hay abundancia de paz. Dios nos espera.
Hermano Pablo