Fue una conversación muy emotiva entre madre e hijo, una conversación realizada por teléfóno en una de las grandes ciudades del mundo. El hijo, de treinta y siete años de edad, lloraba. Lloraba como cuando era niño.
—¿Qué hago, mamá, qué hago? —decía entre sollozos.
Y la madre, sollozando también, y con el alma partida en dos, sin hallar una palabra de consuelo le dijo:
—Antes que sigas matando gente, hijo, pídele perdón a Dios por lo que has hecho, y pégate un tiro.
A los diez segundos, la madre oyó en su auricular el disparo. Se trataba de Dean Hemrick, hijo de Sara Carpenter. Dean había matado a cuatro personas, y estaba encerrado en su apartamento, rodeado de policías. Había perdido toda esperanza.
He aquí otro drama de pasiones descontroladas. Dean Hemrick, loco de celos, había matado a su esposa y a tres personas más. Luego se había encerrado en su apartamento, y desde allí había llamado desesperadamente a su madre. La anciana, con el corazón desgarrado, no le dio más consejo que: «Pégate un tiro.»
Cuando se ha esfumado toda esperanza, nuestras decisiones nunca son racionales. Cuando hemos perdido la fe, hemos perdido también el rumbo. Sin fe y sin esperanza no sabemos qué hacer. Cuando no tenemos luz ni guía el mundo nos parece un gigantesco laberinto. Todo lo que hacemos y pensamos nos confunde y nos trastorna. Somos como un barco en alta mar sin brújula y sin timón. Esa es la vida del que no tiene esperanza. Esa es la vida del que no tiene fe.
Sin embargo, nadie en este mundo tiene que vivir sin fe. Al contrario, la fe es parte natural del ser humano. Nacimos con fe. Nacimos con la capacidad de confiar. Si así no fuera, ningún bebé sobreviviría. La fe es parte de nuestra herencia divina.
¿Qué es entonces lo que nos ocurre? Que con los años y las traiciones, con las mentiras y los artificios, nos volvemos ariscos. Perdemos la candidez. Se nos va la fe. Le tenemos miedo a todo, y nuestra vida entera es un constante huir.
A Dios gracias que esa no tiene que ser nuestra condición. Ninguno de nosotros tiene por qué vivir así. Para cada uno hay un mejor destino que ese. La venida de Jesucristo a este mundo es la solución de Dios para esa condición desesperada del ser humano. Cristo mismo dijo: «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso» (Mateo 11:28). Si nuestra vida está llena de desasosiego y confusión, busquemos a Cristo. Él es la solución. Él nos está esperando.
Hermano Pablo