¿Su nombre? María Isabel Flores. ¿Su edad? Treinta años. ¿Su ciudad? México, D.F. ¿La fecha del suceso? Un viernes en la noche, del mes de septiembre. María Isabel Flores, llena de hondas amarguras por decepciones de amor, y perdido todo el deseo de vivir, determinó que ese viernes se eliminaría de la tierra de los vivientes.
Lo había pensado bien. Lo haría de una manera fácil, barata, silenciosa e indolora. «Moriré yo sola —había indicado—, tranquila, sin molestar a nadie y sin que nadie me llore.» Y en la noche escogida, en el momento preciso, abrió la llave del gas y se acostó a dormir. Pero como a las cuatro de la mañana, por alguna razón inexplicable, hubo una horrible explosión. El vapor letal estalló espontáneamente y la conflagración que se produjo fue pavorosa.
La mujer semi-desnuda, junto con otros muchos inquilinos, salió corriendo a la calle. Allí tuvo que contemplar las consecuencias de su decisión. Nadie murió, pero veintidós apartamentos quedaron en ruinas, y cien personas, sin hogar. De ahí que a María Isabel la echaran en la cárcel, desde donde comenzaría a gestionar su proceso jurídico.
Podemos tomar ciertas decisiones, pero una vez que las llevamos a cabo, no tenemos ningún control sobre sus consecuencias. No hay nada en este mundo, absolutamente nada, que podamos hacer que no tenga consecuencias. Esa es una ley ineludible. El código universal de Dios lo establece en estos términos: «Cada uno cosecha lo que siembra» (Gálatas 6:7).
Es muy interesante y a la vez irónico que aun cuando no creamos que hay una ley moral absoluta que rige en este mundo, y aun cuando no aceptemos la existencia de Dios, el creador de esa ley, de todos modos seguimos sufriendo las consecuencias de la infracción de esas leyes que decimos que no existen.
¿Cuándo hemos de abrir los ojos y de salir de nuestro cascarón de orgullo, egoísmo y arrogancia para reconocer que sí hay un Dios que tarde o temprano nos pedirá cuentas de todo lo que hayamos hecho?
Sí hay un Dios, y su amor y su compasión son incomparables. Es más, así como la infracción de sus leyes morales trae consecuencias destructivas, también la obediencia a ellas trae consecuencias gratas. No batallemos más contra nuestra conciencia. Descubramos la libertad que nos trae el someternos a Dios. Digamos con todo nuestro ser: «Señor, entra hoy en mi corazón y sé Tú mi dueño.» Ese acto solemne, realizado con toda sinceridad, nos traerá la paz que tanto necesitamos. Clamemos a Dios hoy mismo.
Herman Pablo