sábado, 29 de enero de 2011

CORRER LA CARRERA


Lectura: 1 Corintios 9:19-27.
"¿No sabéis que los que corren en el estadio, […] uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis" 1 Corintios 9:24
Spiridon Louis no es muy conocido en el mundo, pero sí en Grecia. Esto se debe a lo que sucedió en 1896, cuando los Juegos Olímpicos resurgieron en Atenas.
En las pruebas de aquel año, a los griegos les fue bastante bien, ya que fue la nación que ganó más medallas. Pero el evento que se convirtió en el verdadero orgullo de Grecia fue el primer maratón en la historia. En esta carrera, compitieron 17 atletas, en aquella ocasión de 40 kilómetros (24,8 millas), pero la ganó Louis, un simple obrero. Por sus logros, el rey y la nación lo honraron, y se convirtió en héroe nacional.
El apóstol Pablo utilizó el correr una carrera como ilustración para describir la vida cristiana. En 1 Corintios 9:24, no sólo nos desafió a correr, sino a hacerlo como para ganar. Dijo: «¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis». Pablo no sólo enseñó esta verdad, sino que la puso en práctica en su propia vida. En su última epístola, declaró: «He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe» (2 Timoteo 4:7). Después de haber completado la carrera, el apóstol gozosamente anticipaba el momento de recibir la corona de victoria de manos del Rey del cielo.
Como Pablo, corre tu carrera terrenal para ganar y para agradar a tu Rey.
La carrera del creyente no es de velocidad; es un maratón.

TODA INFRACCIÓN INDIGESTA

Era un pequeño restaurante, uno de esos que llaman «de comida rápida». El hombre, de treinta y ocho años de edad, entró a comer un sándwich de pavo. Comió bien, pero luego, además de no pagar, asaltó al cajero y le sacó ocho dólares.

El plan le salió tan bien que Guillermo Molina siguió haciendo lo mismo por tres meses. Comía comidas suaves y lo hacía rápidamente. Luego asaltaba al cajero, extrayendo el dinero que hubiera en caja, y se iba lo más campante.

Cuando lo arrestaron, el juez lo condenó a veinticinco años de prisión: un año por cada comida rápida que consumió y no pagó. De ahí en adelante, durante veinticinco años consecutivos, tendría comida, si no buena y abundante, por lo menos gratis: comida de cárcel.

¡Cuántas personas hay que comen cosas que parecen ser agradables, sin saber que se están indigestando! El hombre y la mujer que hacen el mal tienen la tendencia a encubrir sus faltas, y buscan justificar todo lo que hacen. Se juzgan a sí mismos y se declaran inocentes. Y siguen haciendo el mal hasta que la conciencia, cansada de acusar, deja de insistir.

Hay personas que viven en adulterio por años. Piensan que es una comida agradable. Hasta se sienten satisfechos de hacerlo, pensando que son triunfadores. No obstante, es comida que indigesta matrimonio, relaciones, vida y alma.

Tarde o temprano, la consecuencia de esa comida producirá tal indigestión que desearán morir. Cuando familiares, especialmente hijos, les den la espalda, querrán borrar para siempre esa mancha. Pero una vez hecha, queda para siempre. Toda infracción indigesta. Todo pecado hace mal. Toda maldad, en una forma u otra, mata.

¿Qué debemos hacer, una vez que hemos caído? ¿Qué esperanza nos queda, una vez que nuestro pasado ha quedado manchado? ¿Cómo podemos limpiar esa mancha?

El primer paso es reconocer que hemos caído. Cuando reconocemos nuestro error y deseamos levantarnos, ese deseo es el comienzo de nuestra restauración: toca el corazón de aquellos a quienes hemos herido, y despierta en ellos el deseo recíproco de mostrarnos amor y aceptación.

Además de eso, el arrepentimiento sincero toca también el corazón de Dios. Cuando Él ve en nosotros una humildad genuina, entra a nuestra vida con su gracia salvadora y nos cambia por completo. Cristo sana, limpia, justifica y regenera. Permitámosle que lo haga. Él nos dará una nueva vida.

Hermano Pablo