Serio, callado, con gruesos anteojos oscuros, el hombre se acercó a la ventanilla. Las operaciones del banco transcurrían normalmente. Cuando al hombre le tocó su turno, le pasó una nota al cajero: «Esto es un asalto —decía la nota—. Entrégueme todos los billetes de 10, 20, 50 y 100 que tenga.»
El cajero le pasó 980 dólares, que era todo lo que tenía en la caja. El hombre dio media vuelta y luego se detuvo, como confundido. Era ciego, y sin su bastón en la mano no sabía dar un paso. Cuando lo arrestaron y lo llevaron a la policía, declaró: «Estoy al borde de un colapso. ¡O robo un banco, o me suicido!»
Este fue un caso como para telenovela, ocurrido en San Francisco, California. Roberto Dunbar había quedado ciego hacía cuatro años. Vivía de lo que recibía del Seguro Social, pero alguien le había robado su pensión de ese mes, de modo que llevaba días sin comer. Y no tenía parientes ni amigos. Por eso, en medio de un panorama sumamente oscuro, tomó la decisión de asaltar un banco.
La ceguera es una triste circunstancia. Pero más triste aún es el hecho de que un ciego tenga que cometer un delito porque le han robado la pequeña pensión que le da el gobierno. Es como una denuncia contra toda la humanidad, denuncia de un crimen social que nunca debió haber ocurrido.
Lo cierto es que Roberto Dunbar vivía en tinieblas más oscuras todavía. Además de la oscuridad que tenía en los ojos, tenía también el alma sumida en tinieblas. Los ojos de este hombre, y los de muchos como él, quizá nunca perciban de nuevo la luz del día. Pero la luz espiritual puede encenderse en toda alma. Jesucristo dijo: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Juan 8:12).
Hay muchas personas que no tienen la luz de los ojos, pero han hallado una luz mil veces más resplandeciente que la luz del sol. Son los que han encontrado la paz y el gozo que da Jesucristo. Sin percibir el color de las flores, ven el color de la esperanza. Sin ver la luz del sol, ven con el alma la luz de la gracia salvadora de Cristo. Sin poder contemplar el rostro de los amados, ven con los ojos del espíritu el rostro amable y compasivo de Jesucristo, porque Él es realmente la luz del mundo.
Esa oscuridad en la que muchos se encuentran, esa noche interminable, se cambiará en día el instante en que Cristo entre a su corazón. Basta con que le den entrada. Él quiere ser su paz, su gozo y su luz.
Hermano Pablo