Ella había emigrado de Irlanda a los Estados Unidos hacía dos semanas; él, hacía sólo una. Ambos, por separado y sin conocerse, habían sido invitados a vivir con parientes.
Los parientes, que sí se conocían, prepararon una fiesta, y los familiares de ella le dijeron: «Ven a la fiesta. Te vamos a conseguir un novio.» Y los familiares de él le dijeron: «Ven a la fiesta. Te conseguiremos una novia.»
Así fue como Sue McFarland, de veintiséis años de edad, y Tom MacGaffey, de veintiocho, llegaron a la fiesta. Se conocieron, se enamoraron y se comprometieron, todo en una sola hora. A los tres días se casaron. Contra todas las probabilidades, Sue y Tom llevaron una vida feliz, llegando a celebrar sus bodas de plata.
Siempre se ha dicho que el matrimonio es una lotería. Y en la lotería lo único que vale es el azar. Ni siquiera la buena suerte tiene lugar. Sólo el azar, ciego, frío e inconsciente.
Comprometerse a casarse con una persona a la hora de haberla conocido quebranta todas las probabilidades de tener un matrimonio feliz. ¿Cómo saber con quién se está casando si una hora antes esa persona era una perfecta desconocida? La probabilidad de acertar es, quizá, de uno en mil. Sin embargo, esa pareja irlandesa acertó.
Los dos resultaron ser personas de hogar, alegres, comprensivos. Los dos tenían fuertes convicciones espirituales y creían firmemente en la fidelidad mutua. Esas son virtudes necesarias para hacer un buen esposo y una buena esposa. ¡Qué maravilloso fuera que cada matrimonio del mundo gozara de ellas!
¿Podría todo matrimonio tener semejantes virtudes? Sí, pero no siempre desde el principio. Por lo general, las parejas que alcanzan esas sagradas normas las obtienen a través de los años. Es la perseverancia, unida a la férrea decisión de amarse hasta la muerte, lo que hace posible que se obtengan tales virtudes.
¿Puede cualquier matrimonio alcanzar esa meta? Sí, siempre y cuando el deseo y la decisión de alcanzarla sea igual de las dos partes. Y siempre y cuando la pareja no admita, por nada en la vida, la posibilidad de divorcio.
Para que esto ocurra, debe haber un profundo deseo no sólo de amarse mutuamente, sino de amar a Dios sobre todas las cosas. Cuando la motivación más fuerte para la unidad matrimonial es el agradar a Dios, se asegura la posibilidad de triunfar en el matrimonio. Toda pareja que quiera triunfar debe someterse, como esposo y esposa, al señorío de Cristo. Eso, más que cualquier otra cosa, asegurará el éxito de su matrimonio.
Hermano Pablo