La aguja del velocímetro fue subiendo y subiendo. Cien, ciento
treinta, ciento sesenta. Y ciento sesenta kilómetros por hora es
demasiada velocidad para un auto liviano en pavimento mojado. Con tanta
velocidad, y con el pavimento resbaladizo, ocurrió lo que tenía que
ocurrir.
Arnuldo Circone, de veinticuatro años de edad, amante de la
velocidad, no logró entrar al puente del río, y salió volando. Cayó
dentro del agua, hundiéndose con todo y auto a veinticinco metros de la
orilla. No se mató, pero arruinó su auto. Lo curioso es lo que decía
la placa personalizada de su vehículo: «Muy aprisa».
Hay muchos como este joven que llevan la vida muy aprisa,
demasiado rápido. La verdad es que llevar la vida a toda velocidad es
la característica de los tiempos actuales. Más de cincuenta años atrás,
cuando el famoso cómico del cine Charlie Chaplin protagonizó en la
película «Tiempos modernos», ya señalaba, con su manera incomparable,
el peligro de estos tiempos.
Los días en que vivimos se caracterizan por demasiada rapidez en
todas las cosas: demasiada mecanización, demasiado cientificismo,
demasiada tecnología, demasiada indiferencia a todos los valores
morales. No es extraño que ocurran accidentes a cada paso: accidentes
en nuestras carreteras, y lo que es más lamentable, accidentes morales y
espirituales en nuestra vida.
Niños y adolescentes caen víctimas de drogadicción. Niñas, sin
saber ni qué les está ocurriendo, caen víctimas de embarazos. Y bebés
nacen arruinados, cuando deberían apenas estar comenzando a florecer.
El niño se vuelve adolescente de la noche al día. El adolescente
se convierte en adulto sin la experiencia necesaria para actuar con
sensatez. Y el adulto llega a viejo antes de tiempo, por el mismo paso
vertiginoso de la vida. Como que el aumento de la potencia de nuestros
vehículos, en las calles y en el aire, ha contagiado al mundo con el
frenesí de la velocidad.
¿Quién puede ponerle freno a este loco desbarajuste? Las leyes
humanas no han podido hacerlo. La cultura tampoco lo ha logrado. Ni
siquiera la religión ha podido cambiar este delirio que está matando a
nuestra sociedad.
Sólo Jesucristo puede frenar las pasiones del alma, dominar la
locura frenética, corregir lo deficiente, y ordenar lo desorbitado.
Sólo Él regenera el alma humana a las mil maravillas. Sólo Él nos
devuelve la justicia perdida. No sigamos nuestro camino solos.
Coronemos a Cristo como Rey de nuestro ser, y Él pondrá en orden
nuestra vida.
Hermano Pablo