sábado, 21 de febrero de 2015

SU ÚLTIMO MENSAJE

—Estoy sumamente deprimido —dijo Ricardo Leiva a sus compañeros de trabajo—. Estoy tan deprimido que ni siquiera siento dolor.
Y puso el brazo sobre la llama abierta de una cocina de gas.
Al mediodía pidió permiso en el trabajo para ir a su casa. Como no regresó en la tarde, el jefe lo llamó por teléfono.
Este es Ricardo Leiva —contestó una voz doliente y apagada.
Pero era una grabadora.
—He decidido acabar con mi vida —siguió diciendo el mensaje grabado—. La vida me ha consumido. He tomado catorce pastillas en los últimos cuarenta minutos. Si eso falla, usaré mi pistola 45.
Cuando la policía abrió la puerta de su casa, Ricardo estaba muerto. Pero su teléfono seguía contestando:
—Este es Ricardo Leiva...
He aquí otro que se suma a lo que ha llegado a ser una interminable lista de suicidas.
Ricardo Leiva era un ingeniero electrónico que llevaba cinco años trabajando en la misma empresa. Vivía bien. Tenía pocos amigos, es cierto, pero en su trabajo se llevaba bien con todos. De pronto entró en una profunda depresión, y no encontró más recurso que catorce pastillas somníferas y el tiro de una pistola.
¿Qué lo llevó a esa extrema resolución? Conjeturas hay muchas, pero hay una sola causa básica, que siempre es la misma. Esa causa básica es la falta de fe. No es la falta de religión. Lo cierto es que los suicidas suelen tener religión. Suelen ir mucho a la iglesia. Muchos, incluso, le piden perdón a Dios por lo que van a hacer. En sus notas de suicidio dicen con frecuencia: «¡Que Dios me perdone!»
Religión tienen. Lo que no tienen es fe, fe verdadera y comunión constante y viva con Cristo, fuente de vida espiritual. Por eso viven propensos a las depresiones y a las desilusiones de la vida.
Todo el que está siendo invadido por alguna depresión y por la tentación de quitarse la vida, sepa que hay un Dios que lo ama profundamente. Él lo trajo a este mundo para vida, no para muerte. La fe viva en Cristo, en su omnipotencia, en su amor, le traerá la paz que disipará esa depresión. Apártese ahora mismo en algún lugar donde pueda estar solo, y en la forma más sencilla posible, dígale a Dios en tantas palabras: «Te necesito, Señor. Ayúdame, por favor. Yo me someto a tu voluntad. Entra a mi corazón y tráeme tu paz.»
Si hablamos así con Dios, Él corresponderá a nuestro clamor. Hagámoslo ahora mismo. No esperemos. Pidamos con fe y seguridad al Creador de todo lo que existe. Él vendrá en nuestro auxilio, y la depresión se alejará de nosotros.
Hermano Pablo

EL DIÁLOGO SILENCIOSO

Aquel fue un diálogo dramático. Una vida estaba en juego. Fue un diálogo sobrecargado de emoción. Un diálogo en la cornisa de un edificio de Nueva York, a veinte pisos de altura. Fue, sin embargo, un diálogo totalmente silencioso.
Lo sostuvo Lillian Pérez, una señorita hispana de diecisiete años de edad, con Nicole Dean, una niña negra de la misma edad. Nicole había sufrido varios desengaños y, desesperada de la vida, intentaba suicidarse.
Como Nicole era sordomuda, Lillian, que practicaba el lenguaje de gestos, tras dos horas de arduos intentos logró su objetivo. No gritaron en ningún momento. Fue un diálogo de vida o muerte, dramático, serio, pero sin que se emitiera sonido alguno. Al fin las dos bajaron juntas de la cornisa del edificio, salvas y sanas.
Un diálogo, para tener intensidad, no precisa de gritos. Los gritos, más bien, enturbian la comunicación. Si dos personas que quieren dialogar se acaloran, en lugar de dar razones, dan insultos; y en lugar de comunicarse, cierran la puerta.
¿En dónde se ve más esto? En las comunicaciones entre marido y mujer. Si dialogaran sin esa emoción mórbida que añade el grito, y especialmente sin los golpes físicos que a veces acompañan la emoción, lo cual es imperdonable, se entenderían. El diálogo en paz y en armonía traería el provecho que se busca.
Por algo será que San Pablo recomienda que se elimine toda gritería. «Abandonen toda amargura, ira y enojo, gritos y calumnias», les dice a los efesios (Efesios 4:31). Esas emociones envenenan la comunicación, mientras que las palabras delicadas suavizan toda conversación, y la armonía y el bien surgen de ellas.
¿Cómo hallar calma en medio de la tormenta? En primer lugar, ningún capitán levanta velas cuando ruge la tempestad. Antes de entablar alguna comunicación que pueda ser seria, esperemos que nuestros ánimos estén tranquilos. Ceder, para mantener la paz y por amor al cónyuge, es mil veces más importante y muestra mayor madurez que salir ganando en cualquier altercado.
Además, hablar con calma produce mucho mejor efecto. Así es como Dios habla con nosotros. Por cierto, un diálogo con Cristo les da a todos los demás diálogos de nuestra vida el provecho que buscamos.
Cristo quiere conversar con nosotros. Aceptemos su invitación. Él nos dará la paz que traerá armonía a todas nuestras relaciones. Recibamos la paz de Dios.
Hermano Pablo