miércoles, 28 de mayo de 2014

¿UN PIE O LA VIDA?

Con un seco y sonoro ¡clic! se cerró la trampa. Era una trampa de acero, silenciosa y traicionera, oculta en la nieve por hojas de pino. Serge Cherblinko, cazador de osos en los bosques de Siberia, andaba de cacería. Sin darse cuenta, pisó donde no debió haberlo hecho, y la trampa clavó en él sus dientes de acero.
Serge sabía que por sí solo le sería imposible librarse de la trampa. El dolor era intenso, y la noche se aproximaba, con sus fríos, sus lobos y sus osos. Ahí mismo, solo y en medio del bosque, tomó una decisión drástica. Con su cuchillo de monte, se amputó el pie y, renqueando y arrastrándose como pudo, regando sangre por el camino, cubrió los dos kilómetros hasta llegar al refugio. Perdió un pie, pero se salvó la vida.
Esa noticia en la prensa internacional, aunque muy triste, nos deja una tremenda y clara lección. Es mucho mejor perder un miembro del cuerpo que perder toda la vida. Si la opción es perder un pie, o un ojo, o un miembro cualquiera del cuerpo, o perder la vida, cualquiera cedería uno de sus miembros antes que entregarse a la muerte.
¡Cuántas no han sido las veces que el cirujano se acerca a la cama del paciente y le dice: «Para salvarle la vida tenemos que amputarle la pierna»! Y como más vale la vida que una pierna, el paciente se somete. La vida misma siempre vale más que cualquier miembro del cuerpo.
Así mismo sucede con la vida espiritual, la vida eterna. Jesucristo conocía el incalculable valor de la vida eterna, así que un día, al predicarles a las multitudes, dijo: «...si tu ojo derecho te hace pecar, sácatelo y tíralo. Más te vale perder una sola parte de tu cuerpo, y no que todo él sea arrojado al infierno. Y si tu mano derecha te hace pecar, córtatela y arrójala. Más te vale perder una sola parte de tu cuerpo, y no que todo él vaya al infierno. Y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno» (Mateo 5:29‑30).
Si la vida física vale más que cualquier miembro de nuestro cuerpo, con mayor razón la vida espiritual, que es eterna, vale más que cualquier cosa en esta vida. Y sin embargo, ¡qué fácil nos es apegarnos a nuestros antojos injustos e inmorales aunque así perdamos la vida eterna! Jesús lo expresó con una claridad diáfana al decir que si ganamos el mundo entero, pero perdemos nuestra alma, lo hemos perdido todo. No cedamos lo eterno por lo efímero. Ni cedamos la gloria celestial por la vanagloria de este mundo. Al contrario, pidámosle a Cristo que sea el Señor y Dueño de nuestra vida.
Hermano Pablo

DOBLE ABANDONO

«Quédate aquí —dijo la mujer aparentando afecto—. Aquí vas a estar bien. Verás correr a los perritos y te vas a entretener.» Luego puso una bolsa con pañales a su lado y una nota escrita que decía: «Me llamo John King; padezco la enfermedad de Alzheimer», y desapareció, abandonando al anciano en una pista de carreras de perros.
La que abandonó al anciano era Sue Gifford, mujer de cuarenta y un años de edad. El anciano abandonado era su propio padre, de ochenta y dos años, víctima de Alzheimer. Para librarse de la carga que significa esa enfermedad, la hija lo llevó a una pista de carreras de perros y lo abandonó en su silla de ruedas. El juez la condenó a seis años de prisión.
Este caso, que apareció en uno de los periódicos de Estados Unidos, conmovió a toda la comunidad. Se sabe que la enfermedad de Alzheimer es dolorosa. Deja a la persona totalmente inhabilitada. Ya no puede valerse por sí misma. Es un caso patético del ser humano que ha perdido lo mejor que tiene: la chispa de la inteligencia. Esa es la condición de la víctima de Alzheimer. Es una muerte en vida.
No obstante, hay una ley universal que descansa sobre el ser humano: «Honra a tu padre y a tu madre, para que disfrutes de una larga vida en la tierra que te da el Señor tu Dios» (Éxodo 20:12). Es el quinto mandamiento del decálogo de Moisés. Abandonar a los padres ancianos por cualquier causa que sea, y especialmente si es sólo por quitarnos de encima el estorbo que ellos nos resultan, es el colmo de la ingratitud y el desprecio.
En muchos lugares hay establecimientos excelentes que se especializan en prestar la atención debida a los ancianos. Y muchos hijos, con sabiduría y cariño, internan allí a sus progenitores inhabilitados. Pero no los abandonan. Los visitan. Y los hijos se toman el tiempo de estar con ellos, mostrando preocupación y ternura.
Sin embargo, cuando los hijos no tienen la facilidad de internar a sus padres en lugares como esos, tienen que ponerse en juego otros recursos. En tales casos hace falta un amor muy especial y un cariño único.
El mandamiento de honrar a nuestros padres viene de Dios. También vienen de Dios, para quien los desee, la inspiración, la paciencia y la determinación de proceder conforme a los eternos y justos mandamientos divinos. Honremos a nuestro padre y a nuestra madre. Algún día seremos nosotros los que recibamos esa honra.
Hermano Pablo

LA UNIDAD CRISTIANA: LA CONDENA O EL PERDON

“Por tanto, si hay alguna consolación en Cristo, si algún consuelo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable, si alguna misericordia, completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa. Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo;  no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros”
No es novedad ni excepción los conflictos de relaciones, las diferencias y los enfrentamientos entre hermanos. y lamentablemente, desde el mismo lugar en que pronunciamos el mensaje de amor, hemos juzgado, condenado  y castigado a otros.
Nuestro dedo índice se levanta sin tapujos para indicar la falla del hermano sin darnos cuenta de nuestra propia falta al señalarlo. “Por qué miras la paja que está n el ojo de tu hermano y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? ¿o cómo dirás a tu hermano: déjame sacar la paja de tu ojo, cuando tienes una viga en el tuyo? ¡ Hipócrita! Saca primero la viga de tu propio ojo y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano” (Mateo 7:3-5).
En el momento del error, del traspié o la caída nadie necesita un golpe sino una mano tendida, una restauración: “tened entre vosotros ferviente amor, porque el amor cubrirá multitud de pecados” (1 Pedro 4:8)
Las palabras a los filipenses hablan de consuelo de amor, comunión del Espíritu, afecto entrañable, un mismo sentir. humildad y estima. Y  son estas cosas las que debemos buscar entre nosotros. No como un mero ejercicio sino como el resultado del entendimiento de la Voluntad de Dios y de la experiencia de amor en nuestra vida.
¿No hemos acaso experimentado ese amor y esa gracia en nuestra vida? ¿cómo podemos negarla a quién es como nosotros mismos? Pareciera que  el error del otro lo coloca por debajo de nosotros y olvidamos que debemos considerarlo como superior.
La unidad y el perdón sólo existirán entre nosotros en la medida en que nos amemos en Cristo, de manera que sea el resultado genuino de vivir el evangelio, una consecuencia directa de la presencia de Dios en nuestras vidas.  La misericordia y el perdón siempre deben ser mayores que el juicio y la condena, porque eso nos mostró la gracia del Padre con nosotros mismos al entregar a su  Hijo y perdonar nuestros pecados.   
Recordemos cómo nos amó.
Pero, si mientras lees estas líneas has podido identificar a quién podrían venirle bien estas palabras… es que aún hay una viga en tu ojo.