domingo, 23 de octubre de 2011

CUANDO SE TRATA DE RECLAMAR

Sucedió en el Kennedy Center, de la ciudad de Washington, el 18 de diciembre de 1982. La orquesta, una de las mejores de la ciudad, estaba tocando «El lago de los cisnes» de Tchaikovsky. Su primera bailarina, Natalia Makarova, era una de las artistas más cotizadas del ballet.

De pronto, una pieza metálica se desprendió del escenario y cayó justo sobre la Makarova cuando ella estaba haciendo sus giros y volutas. En medio de la consternación general entre el público asistente, tuvieron que retirar del escenario a la artista.

Para más consternación de los dueños del teatro, la Makarova exigió, como indemnización, nada menos que veinticinco millones de dólares. Alegó que el accidente le había impedido llevar a cabo «los complejos y agotadores movimientos requeridos por su arte».

En esto de reclamar indemnizaciones por daños, la gente no se queda atrás nunca, especialmente los artistas de cine, televisión o teatro. Ellos creen valer tantos millones, que si un día se les quiebra una pestaña por la culpa de otro, son capaces de pedir un millón por esa dichosa pestaña.

En parte tienen razón. El arte es su medio de vida. Fuera del escenario o de los estudios de filmación, quizá no servirían para nada. Y el arte del espectáculo mueve hoy en día millones y millones de dólares. Y como con el arte se ganan la vida, y el arte vale millones, ellos se cotizan en millones también.

Pero esto es una muestra más del enorme desnivel en los valores humanos. Un boxeador de primera categoría, un beisbolista estrella, un jugador de fútbol de fama mundial, un tenista, un golfista, hasta un caballo de carreras, pueden llegar a valer una millonada, sólo porque el público está dispuesto a pagar lo que le pidan por verlos actuar.

Mientras tanto, un obrero que arriesga la vida trabajando en un andamio a ochenta metros de altura, un labriego que se levanta a las tres de la mañana para regar su plantío de papas, una enfermera que se desvela toda la noche para aliviar la agonía de un anciano moribundo, o una maestra que se interna en la selva o en la montaña a fin de enseñar las primeras letras a niños pobres, valen poquísimo. Casi nada.

La verdad es que éstos también son seres humanos, y su trabajo es inmensamente importante. Para Cristo son almas sumamente preciosas, porque por cada una de ellas Él vertió su sangre en el Calvario.

Hermano Pablo

¿QUÉ PUEDES DECIR DE TI MISMO?


¿Qué respondes cuando alguien te pregunta quién eres? ¿Con qué palabras te describes? ¿Qué puedes decir de ti mismo?

Muchas veces nos toca presentarnos ante un grupo de desconocidos: nuevos compañeros de trabajo o de estudio, grupo de padres de la escuela de nuestros hijos, compañeros circunstanciales de una excursión turística, las situaciones son diversas.

Normalmente no tenemos problemas en introducirnos, decimos nuestros nombres, tal vez profesiones y seleccionando las palabras que mejor nos hagan quedar, nos presentamos ante aquellos desconocidos que concentran su atención en nosotros. A veces es un poco incómodo, pero tan pronto como terminemos, las miradas se desviarán rápidamente hacia el próximo del grupo y volveremos a ser espectadores.

¿Pero quiénes somos realmente? ¿Quién es somos más allá de nuestros nombres propios y de las tareas que nos ocupan? ¿Quiénes somos en esencia? Si debiéramos definirnos en función de la razón de nuestra existencia, ¿quién diríamos que somos?

“Este es el testimonio de Juan, cuando las autoridades judías enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a preguntarle a Juan quién era él.
Le dijeron: -¿Quién eres, pues? Tenemos que llevar una respuesta a los que nos enviaron. ¿Qué nos puedes decir de ti mismo? Juan les contestó: -Yo soy una voz que grita en el desierto: 'Abran un camino derecho para el Señor'…”
(Juan 1:19 y 1:22-23)

Juan sabía perfectamente quién era. Podía definirse de manera sencilla y sin preámbulos, sin palabras que lo adornaran.

No le ocupó el hablar de su ascendencia, hijo del sacerdote Zacarías y de Isabel, descendiente de Aarón, podría haberse dado a conocer como tal, ubicando a sus interlocutores para que supieran que no se encontraban frente a un judío cualquiera. Tampoco mencionó su nombre, ni puso un título a su ministerio.

La esencia de su existencia en una frase simple: “Yo soy una voz que grita en el desierto…”
Toda su vida y todo su ser se reducía a una sola cosa: ser la voz, el mensajero, que prepararía el camino para la llegada del Señor Jesús.

No importaban ni su pasado, ni su procedencia, ni sus gustos o deseos, ni sus planes para el futuro. Toda su sustancia se concentraba y se reducía a ser aquello que Dios desde la eternidad había reservado para él. En esta conciencia de su razón de ser es que reside la eficacia de su misión y se pone de manifiesto el grado de entrega a su llamado.

¿Qué respondes hoy tú a esta pregunta? ¿Qué puedes decir de ti mismo? ¿Puedes definirte en función de aquello que Dios pensó desde el principio para ti? Y si logras saber quién eres, ¿resuena tu voz fuerte en el desierto?

No puedo imaginar a un Juan que no supiera contestar, o a un Juan que sabiendo quién era, no quisiera gritar su mensaje: 'Abran un camino derecho para el Señor', ¡simplemente no sería Juan!

Si este Juan hubiera decidido callar, no abrir su boca, la fidelidad de Dios habría dispuesto que otro tomara su lugar, pero, ¿que habría sido de este Juan? A lo que vino, a eso no lo hubiera podido hacer, y para lo que fue creado, eso no habría sido. Su vida no hubiera sido más que un triste y vano transcurrir.

Si aún no conoces que es lo que Dios pensó para ti, no dejes de buscar la respuesta, pues en ella encontrarás el verdadero sentido de tu vida y la verdadera razón de tu existencia.

"Ustedes son la sal de este mundo. Pero si la sal deja de estar salada, ¿cómo podrá recobrar su sabor? Ya no sirve para nada, así que se la tira a la calle y la gente la pisotea.” (Mateo 5:13)

Equipo de colaboradores del Portal de la Iglesia Latina
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EricaE