jueves, 5 de abril de 2012

GANAR PERDIENDO

"... el que pierde su vida por causa de mí, la hallará" Mateo 10:3
¿Alguna vez jugaste al dominó? Cuando yo era muchacho, este era uno de los pasatiempos favoritos. Hace un tiempo, mientras visitaba a una familia, vi a un jovencito y a su abuelo jugando a este juego. Al pensar en los días de mi niñez, me vino a la mente un torrente de recuerdos.
Lo extraño del juego de dominó es que se gana perdiendo. Para ganar, tienes que perder tus fichas. El que primero se deshace de sus fichas gana. Tienes que dar para obtener, perder para ganar, ser reducido a nada para llegar a la cima. No es como el béisbol, el tenis u otros deportes, en lo que el mayor número de carreras, puntos o anotaciones determina al ganador. ¡No! En el dominó, el que triunfa es el que primero se queda sin nada.
La regla del hombre natural es: "Consigue todo lo que puedas". La del hombre espiritual debería ser: "Da todo lo que puedas". En la esfera espiritual, solo conservaremos para siempre aquello que damos. En la vida cristiana, debemos reducirnos a nada antes de llegar a ser algo. La semilla que se guarda en el granero se humedece y se deteriora, pero si se "arroja" en el suelo, aumenta 30, 60 y 100 veces más. "... si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo..." (Juan 12:24).
Recuerda, Jesús lo dio todo. Él es nuestro ejemplo.
La vida es como jugar al tenis: No puedes ganar si no sirves bien.

«DE VERAS ME AMABA»

—No tomes esa foto —advirtió Lawrence Collier—; es peligroso.

Lawrence, un joven australiano, conocía esa reserva y conocía la ferocidad de las fieras.

—Pero son leones mansos y, además, está permitido —le contestó la muchacha, despreocupada.

La joven, Judith Damien, también australiana, era amiga de Lawrence. Se habían conocido en Australia, y había un interés más que de amigos entre ellos. Los dos habían ido como turistas a la reserva de Masai Mara en Nairobi, Kenia.

La joven preparó su cámara, e iba acercándose a una de las fieras cuando, de repente, los leones se abalanzaron sobre ella. Todo ocurrió en un instante.

Lawrence, que vio todo desde el vehículo, saltó en medio e interpuso su cuerpo entre ella y los leones. La pareja de felinos hizo presa de él, matándolo en el acto. Judith, aterrorizada, logró ponerse a salvo a pesar de estar herida.

Esa tarde, de vuelta al campamento, Judith dijo: «Él puso su vida por la mía. Nunca me dijo claramente que me amaba. Ahora sí sé que de veras me amaba.»

No hay como una tragedia para revelar quiénes son nuestros verdaderos amigos. El dolor, la agonía, la calamidad, revelan quiénes son las personas que de veras nos estiman. La calamidad ahuyenta a los distantes, pero acerca a los que nos aprecian. Es una especie de ley muda pero cierta. La tragedia, el accidente, la enfermedad, la muerte de un ser querido, tienen su manera de atraer a nuestro lado aquellos que son, de veras, nuestros amigos.

Esto nos lleva a hacer la pregunta: ¿Cuánto amor tuvo que tener Jesucristo para impulsarlo a entregar su vida en la cruz por nosotros, el género humano? Cristo mismo da la respuesta: «Nadie tiene amor más grande que el dar la vida por sus amigos» (Juan 15:13).

Todo amor se prueba con los hechos. Palabritas dulces las hay a montones, y el infame seductor sabe usarlas bien. Pero una cosa es el amor genuino, y otra, los hechos que lo comprueban.

Jesús expuso y dio ejemplo de la doctrina del amor verdadero. Él mismo, por amor, dio su vida por nosotros. Su amor fue perfecto, y se materializó en un sacrificio perfecto.

Jesús probó su amor hacia nosotros tomando nuestro lugar en la cruz. ¿Qué podemos nosotros darle a Él? Podemos corresponder a su amor. Podemos decirle: «Gracias, Señor, por lo que hiciste por mí. Mi vida es tuya para siempre.»

Hermano Pablo