Parecía una escena bíblica, de los tiempos de hierro de la edad
patriarcal, pero no lo era. El padre levantó el cuchillo de carnicero,
de afilada hoja, y tomó a su hijo. La madre había corrido al patio
despavorida, pidiendo auxilio.
El padre, creyendo cumplir la voluntad de Dios, pasó la hoja del
cuchillo por la garganta del hijo, y le seccionó las carótidas. «Tienes
que morir, hijo mío, por los pecados del mundo», había dicho con
espantosa determinación.
La escena no era de los tiempos de Abraham sino en Randallstown,
Maryland, Estados Unidos. Stephen Johnson, un hombre de veintiocho
años, semitrastornado, sin duda, había sacrificado a su hijo Steve de
sólo catorce meses de edad.
Gente fanática y trastornada hay mucha en este mundo. Stephen
Johnson, que estaba bajo tratamiento psiquiátrico, era uno de ellos.
Llevado por sus propias imaginaciones, y quizá por el uso de drogas,
llegó a creer que él era Dios, y su pequeño hijo, Jesucristo. Y por eso
cometió el crimen.
Así ha pasado durante todos los siglos en que ha existido el
cristianismo en este mundo. Gente fanática, gente que se deja llevar de
sus ideas, sus impresiones y sus sueños y visiones más que de la
Biblia, ha caído en excesos, desatinos y locuras.
No es necesario que nadie más muera por los pecados del mundo.
Sólo Jesucristo, Dios hecho hombre, podía morir en rescate por todos los
pecadores. Cristo murió una sola vez, y su sacrificio es irrepetible.
Con una sola vez que muriera, ha bastado para expiar los pecados de
toda la humanidad de todos los tiempos.
El apóstol Pedro lo dice con toda claridad en su primera carta
universal: «Porque Cristo murió por los pecados una vez por todas, el
justo por los injustos, a fin de llevarlos a ustedes a Dios»
(1 Pedro 3:18). También en la epístola a los Hebreos está escrito:
«Cristo fue ofrecido en sacrificio una sola vez para quitar los pecados
de muchos» (Hebreos 9:28).
Nadie debe morir por los pecados de nadie. Cristo ya lo ha hecho
por todos, de una vez y para siempre. ¿Qué debemos hacer nosotros?
Simplemente aceptar la validez eterna de ese sacrificio único y
perfecto, y reconciliarnos con Dios, dándole gracias por Jesucristo. Él
murió una sola vez, y una sola vez resucitó, por nosotros. Por eso
ahora no tenemos que hacer más que aceptarlo.
Hermano Pablo