Los versos estaban mal compuestos, pero de todos modos, eran versos.
Es difícil lograr la rima y la cadencia de un Rubén Darío o de un
Guillermo Valencia. Los versos decían así: «No debiste matar de noche /
ni debiste matar de día. / Ahora debo sentenciarte / a prisión por
toda tu vida. / Mataste a tu dulce esposa, / que tanto amor te tenía. /
Ahora te han castigado: / ¡era lo que merecías!»
Los versos los compuso el juez Robert Fitzgerald para condenar a
cadena perpetua a David Schoenecker, de cincuenta y un años de edad.
Schoenecker había matado a su esposa. Es la primera sentencia en verso
que se conozca.
Parece que el criminal había escrito también unos versos cuando
mató a su esposa. Y aun después de oír la sentencia, escribió una
cuarteta más: «Cuando yo escribí mis versos, / me encontraba muy
enfermo. / Cuando el juez escribió los suyos, / no sufría de mal
alguno.»
No tomar uno en serio sus ofensas, no sentirse avergonzado de sus
agravios, no sentir remordimiento ante el daño que uno provoca, es
añadirle mal al mal. Ponerle nombres bonitos a las cosas feas no las
mejora en nada. Y escribir versos para constatar un asesinato no cambia
en nada el horrendo acto. Incluso, los versos del juez, de amargo buen
humor, no alivian tampoco la sentencia. Con todo y versos, el hombre
habría de pasar el resto de su vida en la cárcel.
No hay que prodigar elogios al delito. No hay que cantarle loas a
la muerte. No hay que pronunciar alabanzas al pecado. Algunos quieren
hablarle con sarcasmo a la vida y proferir insultos al destino, pero no
son más que pobres recursos del despecho que en nada aminoran el
crimen.
Las palabras del rey David, confrontado por su pecado de tomar
como mujer a Betsabé, esposa del soldado Urías, y de enviar a Urías al
frente de batalla para que lo mataran, no eran palabras de un rey
arrogante. Eran las de un pecador contrito y humillado. «Ten compasión
de mí, oh Dios, conforme a tu gran amor.... Crea en mí, oh Dios, un
corazón limpio, y renueva la firmeza de mi espíritu» (Salmo 51:1,10).
Y cuando Cristo quiso enseñarnos cómo debe un malhechor responder
ante sus delitos, lo hizo poniendo una oración en labios de un
desgraciado recaudador de impuestos. Las palabras son éstas: «¡Oh Dios,
ten compasión de mí, que soy pecador!» (Lucas 18:13).
No miremos con impudencia nuestro pecado. No hay ni gracia ni
perdón para el que no confiesa su mal. Reconozcamos nuestra rebeldía,
admitamos nuestra indocilidad, confesemos nuestro pecado, y Dios en un
instante nos perdonará y nos limpiará de toda maldad.
Hermano Pablo
No hay comentarios:
Publicar un comentario