Mateo 5: 13 al 16: La sal y la luz del mundo.
Si estudiamos las bienaventuranzas, obtenemos la descripción de la persona con el carácter “ideal” requerido por el Señor: los pobres, los mansos, los que lloran, los misericordiosos, los que buscan hacer la paz, los que anhelan justicia y los puros de corazón. ¿Acaso puede este “tipo de persona” ser de influencia en un mundo tan cruel, tan violento y tan incrédulo? Si Jesús lo solicita, entonces es que la respuesta es Sí… La nueva pregunta a formularse es: ¿Cómo?
Para responder a esta pregunta Jesús recurre a dos metáforas: la sal y la luz; ambas, para servir de influencia al mundo, a la tierra. Las propiedades de la sal son mayores que el mero sazonar de los alimentos; sirve para conservación y hasta en un tiempo fue la medida de valor económico para adquirir elementos. Las propiedades de la luz quizás sean las más obvias: iluminar, mostrar, dejar al descubierto, señalar.
¿Acaso puede el cristiano ayudar a preservar la tierra, como la sal? ¿Iluminar a un mundo tan extenso y tan oscuro? Yo creo que sí…
Lo primero que debemos distinguir, es la diferencia que Jesús hace entre “ustedes” y la tierra, entre “ustedes” y el mundo: la sal y la tierra, la luz y el mundo. Son dos comunidades diferentes entre sí pero que se relacionan, y esta relación depende justamente de saber distinguirlas. No son iguales.
Dios quiere que seamos diferentes y que esta diferencia se note. Al igual que el efecto de la sal en los alimentos, Dios nos predestinó para penetrar en el mundo y así colaborar en detener este proceso de descomposición al que la humanidad sin Cristo está condenada.
Estamos llamados a ser sal y a ser luz, por lo ta nto, asumir la responsabilidad de no perder “el efecto” que cada uno de estos elementos representa. Y para ellos es que la ayuda del Espíritu Santo es imprescindible.
La sal es el poder de Cristo a través nuestro; la luz es Cristo. Él es la esencia, nosotros las herramientas. Entonces; ¿Tenemos sal para expandir? ¿Tenemos luz en nuestro interior para alumbrar?
Para ser sal, tengo que tener autoridad, y para ser luz, valor. Ambas características, tremendamente ligadas al carácter del cristiano, no vienen de mi misma, sino del Espíritu Santo que vive en mí. Cuando actúo como sal, cuando penetro en este mundo en descomposición, para detener este efecto, debo tener el poder de hacerlo, de lograrlo. Y esto no viene de mi misma, sino del Espíritu que vive en mí.
Tenemos que marcar la diferencia, no por un hecho particular, sino como consecuencia de un testimonio diferente. Las personas tienen que ver a Cristo a través de nosotros, y esto incluye nuestros actos, nuestras palabras, nuestras decisiones.
Para que esta labor tenga éxito, tenemos que concientizarnos que esto no es de nosotros, sino de Cristo que esta en nuestro interior. Es SU obra la que lo logra a través nuestro. Es SU sangre, SU gracia, SU amor, el que todo lo puede. Inundemos nuestras vidas de esto, y podremos trabajar día a día en nuestro carácter como cristianos y en nuestra influencia en el mundo…
Si estudiamos las bienaventuranzas, obtenemos la descripción de la persona con el carácter “ideal” requerido por el Señor: los pobres, los mansos, los que lloran, los misericordiosos, los que buscan hacer la paz, los que anhelan justicia y los puros de corazón. ¿Acaso puede este “tipo de persona” ser de influencia en un mundo tan cruel, tan violento y tan incrédulo? Si Jesús lo solicita, entonces es que la respuesta es Sí… La nueva pregunta a formularse es: ¿Cómo?
Para responder a esta pregunta Jesús recurre a dos metáforas: la sal y la luz; ambas, para servir de influencia al mundo, a la tierra. Las propiedades de la sal son mayores que el mero sazonar de los alimentos; sirve para conservación y hasta en un tiempo fue la medida de valor económico para adquirir elementos. Las propiedades de la luz quizás sean las más obvias: iluminar, mostrar, dejar al descubierto, señalar.
¿Acaso puede el cristiano ayudar a preservar la tierra, como la sal? ¿Iluminar a un mundo tan extenso y tan oscuro? Yo creo que sí…
Lo primero que debemos distinguir, es la diferencia que Jesús hace entre “ustedes” y la tierra, entre “ustedes” y el mundo: la sal y la tierra, la luz y el mundo. Son dos comunidades diferentes entre sí pero que se relacionan, y esta relación depende justamente de saber distinguirlas. No son iguales.
Dios quiere que seamos diferentes y que esta diferencia se note. Al igual que el efecto de la sal en los alimentos, Dios nos predestinó para penetrar en el mundo y así colaborar en detener este proceso de descomposición al que la humanidad sin Cristo está condenada.
Estamos llamados a ser sal y a ser luz, por lo ta nto, asumir la responsabilidad de no perder “el efecto” que cada uno de estos elementos representa. Y para ellos es que la ayuda del Espíritu Santo es imprescindible.
La sal es el poder de Cristo a través nuestro; la luz es Cristo. Él es la esencia, nosotros las herramientas. Entonces; ¿Tenemos sal para expandir? ¿Tenemos luz en nuestro interior para alumbrar?
Para ser sal, tengo que tener autoridad, y para ser luz, valor. Ambas características, tremendamente ligadas al carácter del cristiano, no vienen de mi misma, sino del Espíritu Santo que vive en mí. Cuando actúo como sal, cuando penetro en este mundo en descomposición, para detener este efecto, debo tener el poder de hacerlo, de lograrlo. Y esto no viene de mi misma, sino del Espíritu que vive en mí.
Tenemos que marcar la diferencia, no por un hecho particular, sino como consecuencia de un testimonio diferente. Las personas tienen que ver a Cristo a través de nosotros, y esto incluye nuestros actos, nuestras palabras, nuestras decisiones.
Para que esta labor tenga éxito, tenemos que concientizarnos que esto no es de nosotros, sino de Cristo que esta en nuestro interior. Es SU obra la que lo logra a través nuestro. Es SU sangre, SU gracia, SU amor, el que todo lo puede. Inundemos nuestras vidas de esto, y podremos trabajar día a día en nuestro carácter como cristianos y en nuestra influencia en el mundo…
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