Allí al costado del camino había algo que se movía. Tal vez eran vacas o caballos. O posiblemente eran matorrales o arbustos. Eran las dos de la mañana, y Tony Tropez no veía bien. Había bebido demasiado.
Él y otros dos amigos salieron del vehículo. Tony apuntó su rifle a lo que él pensó que eran arbustos, y sólo por disparar haló el gatillo varias veces.
Después de un par de horas regresó a su casa y se acostó a dormir. A las siete de la mañana lo despertó su madre. «Levántate, hijo —le dijo—. Te busca la policía. Dicen que anoche mataste a dos muchachos.» En efecto, los matorrales a los que había disparado locamente Tony eran Javier Ramírez, joven de dieciocho años de edad, y Rolando Martínez, de diecisiete.
Ésta es una tragedia más, producto del alcohol. En este caso es más doloroso el hecho porque todos eran amigos, estudiantes del mismo colegio.
El homicida era un brillante alumno que nunca había estado en problemas. Pero salió de parranda con sus amigos, bebió demasiado y se armó de un rifle de repetición. Con el arma en la mano y con el alcohol en el cerebro, disparó tiros a la loca. Nunca se imaginó que esas balas fueran para sus amigos.
¿A quién se le puede echar la culpa de esta tragedia tan lamentable? ¿Quién o qué es responsable de este suceso? ¿Cómo pudo ocurrir algo así?
Si en el banquillo de los acusados sentáramos a todos los culpables o presuntos culpables, la lista sería larga. Pondríamos, por una parte, a los fabricantes de armas, y con ellos a los que las venden. Luego pondríamos a los que fabrican y expenden licor.
Acusaríamos también a todas las películas de violencia y homicidio, y a todos los héroes de pistola y de metralleta.
Tendríamos también que acusar a una sociedad que se ha hecho materialista y cínica, y que se pavonea de su libertad, que no es más que libertinaje.
Y no quedaría sin culpa la religión, que a pesar de predicar la vida sana, dando los pasos a seguir, es impotente para transformar y regenerar al hombre, como también impotente para cambiar las costumbres de la sociedad.
¿Quién tiene la solución a un mal que tiene tantos culpables? La respuesta es Jesucristo. Él pone en cada uno un corazón nuevo y cambia por completo el rumbo de su vida. A todo el que quiera cambiar, le ofrece una transformación de su voluntad. Cristo trae paz y no confusión al corazón humano. Entreguémosle nuestro ser. Él nos dará una vida nueva.
Hermano Pablo
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