Cuando tenía seis años de edad, desapareció del pueblo. Nadie volvió a verlo. Y el poblado no era grande. Tenía apenas doce casas y unas cuarenta personas. Todos se conocían de nombre. Conocían los parientes de cada uno. Conocían su vida, sus costumbres, su risa, sus lágrimas.
Pero pasados treinta y tres años de su desaparición, Rudolff Sulzberger emergió de las tinieblas. Sus padres lo habían escondido en el sótano de la casa todo ese tiempo. La única razón era que Rudolff padecía de un leve retraso mental. Johan y Aloisia Sulzberger, de Berg Attergau, Austria, lamentablemente tenían vergüenza de la condición de su hijo.
Aunque este caso no es del todo raro, parece increíble. Que alguien, por padecer un retraso mental o por la razón que sea, esté forzosamente encerrado entre cuatro paredes sin poder salir a la luz del día, sin poder participar de las actividades que su condición admita, sin poder verse con nadie ni ser visto de nadie, es algo que pertenece a la Edad Media. Y lo trágico es que no es un caso único.
Toda persona es precisamente eso, una persona en todo sentido, especialmente en el sentido de ser creación de Dios. Y siendo creación de Dios, esa persona, cualquiera que sea su condición física o mental, merece la misma dignidad, decencia, nobleza y cariño que todos los demás.
Despreciar a alguien, y peor todavía, considerarlo menos que humano, especialmente si su condición es algo de lo cual no tiene ninguna culpa, es lo más indigno, vil e innoble que se pueda imaginar. En cambio, es de veras admirable la atención, la dedicación y el amor que padres, familiares y amigos dan a alguien que sufre cualquier impedimento físico o mental.
Todo el que ha sufrido el desprecio de los demás, especialmente el de familiares, debe saber que, precisamente por ese desprecio, Dios lo tiene más en cuenta. El Señor Jesucristo siempre puso de relieve la condición de los sufridos, de los despreciados, de los abandonados y de los solitarios, y Él tiene un amor, un cariño y una misericordia muy especial para ellos.
Por otra parte, toda persona que no conoce personalmente al Señor carece de dirección. Pero Cristo la espera con los brazos abiertos. Sus palabras son clásicas: «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso» (Mateo 11:28). Esa invitación es para cada uno de nosotros. No la rechacemos. Aceptémosla hoy mismo.
Hermano Pablo
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