Corría el año de 1887. Había dejado atrás a su amada Nicaragua y ahora, a los veinte años de edad, se encontraba en Chile ocupando el cargo de inspector de la Aduana de Valparaíso. Pero siempre tenía tiempo para lo que lo apasionaba: su vocación literaria. Entre el 11 de febrero y el 25 de septiembre logró escribir en Valparaíso y publicar en La Época de Santiago las seis piezas en verso de la primera versión de su trascendental obra Azul.1 He aquí algunos versos selectos de la primera de esas piezas, a la cual Rubén Darío tituló «Ananké»:
Y dijo la paloma:...
—¡Soy feliz! porque es mía la floresta,
donde el misterio de los nidos se halla;
porque el alba es mi fiesta
y el amor mi ejercicio y mi batalla.
¡Feliz, porque de dulces ansias llena
calentar mis polluelos es mi orgullo;
porque en las selvas vírgenes resuena
la música celeste de mi arrullo;
porque no hay una rosa que no me ame,
ni pájaro gentil que no me escuche,
ni garrido cantor que no me llame!...—¿Sí? —dijo entonces un gavilán infame,
y con furor se la metió en el buche.Entonces el buen Dios, allá en su trono
(mientras Satán, por distraer su encono,
aplaudía a aquel pájaro zahareño),
se puso a meditar. Arrugó el ceño,
y pensó, al recordar sus vastos planes,
y recorrer sus puntos y sus comas,
que cuando creó palomas
no debía haber creado gavilanes.2
En estos versos el joven poeta Rubén Darío incursiona en el campo de la teología. Lo cierto es que a todos nos intriga la temática de los cazadores y sus víctimas. Pero ¿hay respuesta a esta aparente injusticia de la creación?
Se cuenta el caso de un misionero en la selva ecuatorial que se topa de repente con un león muerto de hambre. El hombre de Dios cae súbitamente de rodillas y clama: «¡Padre celestial, no permitas que este león me haga ningún daño! ¡Te ruego que me protejas como siempre lo has hecho!» ¿Cuál no será su sorpresa cuando alza la vista y ve al león mirando al cielo en actitud de acción de gracias mientras dice: «Te doy gracias, oh Dios mi Creador, por el alimento que me has provisto. Gracias por tenerme en cuenta una vez más. ¡Y yo que casi dudo de tu providencia divina!»
Digan lo que digan, cada moneda tiene dos caras. Cuando Dios creó la paloma, el gavilán, el hombre y el león, determinó que el estado de ánimo de sus criaturas dependería totalmente de la decisión de cada una de ellas. Aunque no pudieran siempre controlar sus circunstancias, nada ni nadie podría jamás controlar su actitud frente a ellas. De modo que todos somos tan felices como decidimos serlo. Pero conste que la única decisión que nos garantiza la felicidad duradera es la de cederle control de nuestra mente al Señor Jesucristo.3 Sólo así podremos tener la actitud de Cristo, el Hijo de Dios, que se inmoló para que nosotros pudiéramos disfrutar de la felicidad eterna.4
1 Rubén Darío, Poesía, 2a ed. (Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho, 1985), p. LVIII. | |
2 Darío, pp. 172-73. | |
3 Ro 12:2 | |
4 Fil 2:5‑8 Carlos Rey |
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