Joseíto, de apenas cuatro años de edad, se levantó temprano, como siempre. La noche anterior se había quedado dormido antes que las personas mayores salieran a comprar el arbolito de Navidad. De vuelta con el árbol escogido, lo habían adornado con una guirnalda de bombillitas multicolores, con brillantes esferas doradas, plateadas y de diversos matices, y con un cordón de oropel que hacía una espiral perfecta desde la base hasta la copa.
Al verlo, Joseíto se quedó encantado. Era realmente fascinante ese árbol que de la noche a la mañana se había aparecido en su casa. De ahí en adelante, durante los demás días de Navidad, no pudo resistir el deseo de sentarse por largos ratos frente a él para admirarlo. Era tal el encanto que aquel arbolito ejercía sobre él, que lo contemplaba en absoluto silencio.
Pasado el Día de los Reyes, las personas mayores decidieron que ya era hora de quitar el arbolito. Así que lo despojaron de todos sus adornos y lo arrojaron casi seco al traspatio, ante los ojos de Joseíto, que lo observó decepcionado y dijo: «¡Ah, si era una mata!»1
Con esta anécdota de su obra titulada Cosas de muchachos el escritor y médico cubano Mario Dihigo nos lleva a reflexionar sobre las etapas de la vida por las que todos pasamos. Primero pasamos por la etapa de la inocencia, que poco a poco va cediendo ante la de la decepción, y ésta, tarde o temprano, cede a la etapa de la malicia. Es triste que a la par con nuestra personalidad, también tenga que cultivarse este aspecto oscuro de nuestra naturaleza humana. Se debe a una condición que los teólogos llaman «depravación», es decir, la tendencia humana a hacer lo malo. Para los que piensan lo contrario, que somos buenos por naturaleza, debiera bastar para convencerlos de su error el observar la conducta de los niños, que no necesitan que nadie les enseñe a ser egoístas y rebeldes.
Ahora bien, si damos por sentado esa depravación humana que nos caracteriza, entonces más vale que aprendamos a prever que otros nos van a desilusionar. ¡Cuántas «matas» en nuestra vida no fueron una vez encantadores árboles que admirábamos! Seres queridos, amigos, compañeros de trabajo, jefes y hasta religiosos nos han decepcionado, todas ellas personas a quienes respetábamos, pero que ahora tenemos en poca estima.
Frente a esta triste realidad, ¿qué debemos hacer? Como primera medida, debemos examinarnos a nosotros mismos y pedirle a Dios que nos limpie de todo pecado. Pues cuando tenemos el corazón limpio, es más probable que seamos un árbol admirable y no «una simple mata» a los ojos de nuestros semejantes. Y luego debemos pedirle a Dios que nos ayude a perdonar a los que nos han decepcionado, así como Él nos perdona a nosotros que tampoco merecemos su perdón. Al fin y al cabo, todos somos matas, pero también somos árboles en vías de desarrollo.
Carlos Rey
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