jueves, 3 de diciembre de 2009

LA MUERTE DE LA HORCA EN AUSTRALIA

Robert Ryan, de Melbourne, Australia, caminó los últimos pasos hasta la plataforma. Serían, en ese día de 1967, los últimos pasos de su vida. Subió los tres escalones ayudado por dos guardias, y se paró sobre una pequeña puerta de madera. Un hombre le puso una soga al cuello y le vendó los ojos. En seguida movió una palanca que abrió el escotillón, y Robert Ryan murió ahorcado.

Fue el último hombre que murió ahorcado en Australia. Casi veinte años después, en agosto de 1984, se suprimió la pena de muerte en el país. No más horcas, no más pelotones de fusilamiento. Silla eléctrica y cámara de gases o inyección letal nunca hubo. Ahora la pena máxima es la prisión perpetua.

La pena de muerte es ley en muchos países, mientras que en otros está prohibida. En otros más se reserva sólo para los delitos de traición a la patria o de sacrilegio.

En los países musulmanes donde se aplica rígidamente la ley del Islam se condena a muerte a la mujer adúltera, al ladrón, al asesino, al violador y al seductor que no se case con la muchacha seducida. Pero en todos los países se aplica la pena de muerte en las calles, en las cantinas, en las casas, y en cuanto lugar y momento un individuo armado se decide a eliminar a un semejante.

Dios estableció la pena de muerte en la Biblia. Cuando hizo un pacto con Noé, no bien finalizado el diluvio universal, Dios dijo: «Si alguien derrama la sangre de un ser humano, otro ser humano derramará la suya, porque el ser humano ha sido creado a imagen de Dios mismo» (Génesis 9:6).

Dios quería poner muy en alto el valor de cada vida humana. Nadie tiene derecho a matar a nadie. Nadie tiene derecho a esclavizar, comprar, vender ni humillar a nadie. Nadie tiene derecho a secuestrar a nadie, y nadie tiene derecho a torturar a nadie.

Dios estableció esa tremenda ley para que aprendiéramos el respeto mutuo, no sólo porque somos semejantes el uno al otro sino porque todos somos semejantes a Dios. Y Dios se reserva, para Él únicamente, el derecho a dar la vida o quitarla.

Como Dios considera sagrada cada vida humana, dio la vida de su propio Hijo, Jesucristo, para rescatar del pecado y del diablo a cada persona. Podemos decir que Dios estableció la pena de muerte para que Cristo pudiera ser condenado a muerte por nosotros, y mediante esa muerte, en virtud de ella y por sus méritos, ofrecernos a todos la vida eterna.

Hermano Pablo

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