martes, 28 de julio de 2009

LA AVARCIA ESPIRITUAL

“Mejor es lo poco con el temor del Señor, Que el gran tesoro donde hay turbación” (Proverbios 15:16). Se cuenta la historia de dos billetes de dinero, ya viejos, que regresaron a la tesorería de Estados Unidos. Uno de elles era de 20 dólares y el otro de 1 dólar.

Estaban en el mismo saco y empezaron a conversar. “Pasé por bellas tiendas, excelentes restaurantes, clubs campestres y lugares exóticos”, dijo el billete de 20 dólares. “¿Y usted?”

preguntó el mismo billete. “Lo único lugar por donde pasé ha sido la iglesia.”

Muchos de nosotros hacemos el mismo. Valoramos todo qué el mundo ofrece: coches nuevos, casas lujosas, ropas elegantes, paseos al exterior y otras cosas más. Soñamos con la posibilidad de tener todo eso y envidiamos aquéllos que ya alcanzaron su “dicha”. Murmuramos con Dios por no bendecirnos de la misma forma y lamentamos el hecho de vivir una vida pobre y sin atractivos. Queremos recibir lo mejor pero, ni pasa por nuestra cabeza, dar lo mejor mejor.

Damos a Dios el billete más amasado que encontramos en el bolsillo o en la bolsa. Damos a Él lo demás de nuestro tiempo y de nuestra motivación. Damos a Él lo mucho de nuestra incredulidad y bien poco de nuestra fe. Reservamos a Él las quejas y lamentaciones y donamos nuestro canto para cosas y lugares superfluos y sin ninguna importancia.

Llamamos a Dios de injusto y olvidamos de nuestra indiferencia, de nuestra mala gana, de nuestra ingratitud.
Si fuésemos a parar un poco para ver cuanto Dios ya nos dio, a pesar de nuestra “avaricia” espiritual, veríamos que somos las más ricas de las criaturas, las más contempladas de la tierra, las que tienen todos los motivos para vivir cantando y bailando por tantas bendiciones recibidas.

¿Da usted a Dios lo mejor que tiene o apenas aquello que no usa en sus prioridades?

El Mensajero

“Mejor es lo poco con el temor del Señor, Que el gran tesoro donde hay turbación” (Proverbios 15:16). Se cuenta la historia de dos billetes de dinero, ya viejos, que regresaron a la tesorería de Estados Unidos. Uno de elles era de 20 dólares y el otro de 1 dólar.

Estaban en el mismo saco y empezaron a conversar. “Pasé por bellas tiendas, excelentes restaurantes, clubs campestres y lugares exóticos”, dijo el billete de 20 dólares. “¿Y usted?”

preguntó el mismo billete. “Lo único lugar por donde pasé ha sido la iglesia.”

Muchos de nosotros hacemos el mismo. Valoramos todo qué el mundo ofrece: coches nuevos, casas lujosas, ropas elegantes, paseos al exterior y otras cosas más. Soñamos con la posibilidad de tener todo eso y envidiamos aquéllos que ya alcanzaron su “dicha”. Murmuramos con Dios por no bendecirnos de la misma forma y lamentamos el hecho de vivir una vida pobre y sin atractivos. Queremos recibir lo mejor pero, ni pasa por nuestra cabeza, dar lo mejor mejor.

Damos a Dios el billete más amasado que encontramos en el bolsillo o en la bolsa. Damos a Él lo demás de nuestro tiempo y de nuestra motivación. Damos a Él lo mucho de nuestra incredulidad y bien poco de nuestra fe. Reservamos a Él las quejas y lamentaciones y donamos nuestro canto para cosas y lugares superfluos y sin ninguna importancia.

Llamamos a Dios de injusto y olvidamos de nuestra indiferencia, de nuestra mala gana, de nuestra ingratitud.
Si fuésemos a parar un poco para ver cuanto Dios ya nos dio, a pesar de nuestra “avaricia” espiritual, veríamos que somos las más ricas de las criaturas, las más contempladas de la tierra, las que tienen todos los motivos para vivir cantando y bailando por tantas bendiciones recibidas.

¿Da usted a Dios lo mejor que tiene o apenas aquello que no usa en sus prioridades?

El Mensajero

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