Daniel Sargent estaba realmente enfermo. Tenía sólo veintisiete años de edad, pero se veía afligido por graves y penosas dolencias. En primer lugar, era diabético, y por ser diabético había sufrido infecciones y la amputación de una pierna. En segundo lugar, estaba semiciego, otra consecuencia de la diabetes. Y en tercer lugar, se mantenía en una silla de ruedas.
Por si eso fuera poco, Daniel estaba preso, cumpliendo una condena de dieciocho años por asalto a mano armada. Y a pesar de tantos inconvenientes y desventajas físicas, Daniel Sargent cortó barras, abrió puertas, pasó alambradas y escaló una muralla de cuatro metros de altura para fugarse de la cárcel de Haewick, Georgia, Estados Unidos.
«¿Acaso no se merece la libertad?», proclamaban los diarios que daban la noticia.
La verdad es que, a simple vista, uno se siente inclinado a pedir la libertad para este desventurado individuo. No fueron pocos los obstáculos que tuvo que vencer para ganar la calle y recobrar la libertad. Tuvo que planear cuidadosamente la fuga. Tuvo que sufrir momentos de intensa espera. Tuvo que realizar esfuerzos físicos extraordinarios. Y tuvo que dominar los nervios en un esfuerzo sobrehumano.
Pero ¿hay que darle la libertad como premio a todos esos esfuerzos personales por obtenerla? No. Cuando lo apresaron a sólo cincuenta metros del penal de donde se había fugado, las autoridades del caso no se la dieron porque las leyes humanas conceden la libertad sólo al que ha cumplido cabalmente con lo que ellas demandan. La hazaña de Daniel Sargent bien pudo ser grandiosa, admirable y hasta conmovedora. Pero no pudo comprarle la libertad, porque ésta se obtiene cuando cumplimos con las leyes, no cuando las violamos.
Lo mismo sucede con la libertad más grande de todas: la libertad sobre el pecado y la corrupción, que nos mantienen en servidumbre y esclavitud. ¿Se obtiene esa libertad con obras, esfuerzos y hazañas humanas? No, de ninguna manera.
La libertad del pecado se obtiene por fe en lo que Cristo hizo por nosotros. Porque las leyes divinas, al igual que las humanas, conceden la libertad sólo al que ha cumplido con lo que ellas demandan, o en su defecto a aquel en cuyo lugar otra persona ha cumplido con sus justas demandas. Fue por eso que Cristo llevó nuestras culpas, sufrió nuestros dolores y murió en nuestro lugar: para satisfacer la demanda de la justicia divina. Él se hizo pecado, se hizo culpable y se inmoló en una cruz para que nosotros, sólo por fe en su obra redentora, sin necesidad de nuestras propias obras, pudiéramos recibir la libertad. De modo que no tenemos que hacer nada para obtener la libertad sin igual que nos ofrece Cristo, nada más que aceptarla.
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