Eran nada menos que un millón. Un millón de obreros especializados. Un millón de obreros que sabían hacer bien su trabajo. Nadie lo hacía mejor que ellos, con tanta eficiencia y economía.
Eran todos de la República Federal Alemana. Su trabajo consistía en limpiar la basura de la ciudad de Colonia. Y no sólo limpiarla, sino transformarla en abono útil para los campos.
No eran obreros comunistas ni eran obreros democráticos. No eran rusos ni eran alemanes.
Este millón de obreros útiles contratados por la ciudad de Colonia, y que se desempeñaban a las mil maravillas, eran lombrices. Lombrices que sabían transformar la basura en abono, prestándole al hombre un magnífico servicio.
La naturaleza misma nos enseña que los seres más humildes y despreciados en esta vida suelen ser los más útiles. ¿Quién aprecia a las lombrices de tierra? Sólo los pescadores que las usan de carnada. Parecen los seres más atrasados e inferiores del reino animal.
Sin embargo, las lombrices son una bendición para los jardines y los prados. Con su incansable comer y digerir tierra, van transformando los suelos de pobres en ricos; van cavando galerías por donde circula el aire y llega el calor del sol. No hay duda de que estos animalitos ciegos, sin ojos, sin patas, sin manos, sin cerebro, son inmensamente útiles.
Miremos a nuestro alrededor, a los seres humanos que nos rodean. Tal vez haya muchos que son despreciados. Son pobres. Son iletrados. Carecen de modales y de cultura, según el pensar de la sociedad. Carecen de fuerza económica y política. Son parias, al entender de muchos, en una sociedad que dice no tener castas, pero que sí las tiene.
Sin embargo, ese ser humano tan humilde —esa empleada doméstica, ese peón de campo, ese indígena vendedor de fruta, ese obrero de la inmensa fábrica— tiene valor. Tiene el valor humano que Dios le da a cada una de sus criaturas.
Aunque a muchos les parezca que no sirven para nada por considerarse las lombrices de la sociedad, pueden servir para algo grande: ser morada de Dios, que es Espíritu.
Porque cualquier persona, sea grande o pequeña, rica o pobre, que abre su corazón a Cristo, pasa a ser un templo espiritual, una morada divina. Sólo Cristo le concede al ser humano la suprema dignidad.
Hermano Pablo.
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