Una mañana de abril de 1822, dos navíos de guerra británicos encargados de luchar contra la trata de esclavos detuvieron un barco negrero. En la cala estaban amontonados 187 cautivos flacos y hambrientos.
Entre ellos había un adolescente, Ajayi, originario de una aldea cercana a la costa de Benin. Una guerra civil había obligado a Ajayi a huir a la selva.
Mientras corría, sintió que una cuerda caía sobre sus hombros y le apretaba el cuello. ¡Estaba enlazado como una cabra montés! Fue separado de los suyos, vendido y revendido varias veces. En dos ocasiones trató de suicidarse, pero Dios velaba sobre aquel de quien quería hacer su siervo.
Cuando Ajayi fue liberado, subió a un navío que navegaba rumbo a Freetown, en Sierra Leona, donde los esclavos liberados eran acogidos e instruidos. Allí se convirtió al cristianismo. Más tarde escribió: «Unos tres años después de haber sido liberado de la esclavitud de los hombres, descubrí que existe otra esclavitud que no conocía, la del pecado y de Satanás. Le agradó al Señor abrir mi corazón y liberarme de esa esclavitud peor que la primera».
Algunos años más tarde, Ajayi salió como misionero al corazón de África y permaneció allí 62 años. Ya no sentía odio por aquellos que tanto lo habían hecho sufrir. Mostró gran compasión y una abnegación sin límites por los que todavía eran esclavos de los hombres y del pecado. El Señor se lo llevó a la edad de 83 años.
Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo. Efesios 2:13
© Editorial La Buena Semilla, 1166 PERROY (Suiza)
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