sábado, 8 de noviembre de 2008

A NADIE LE GUSTA SER JUDAS

Tenía que ser una escultura perfecta, tanto por el motivo que iba a representar como por lo que iba a costar, noventa mil dólares. Era una escultura de la Última cena del Señor: trece figuras, Jesús y los doce apóstoles.

La escultura había sido ordenada por el obispo católico de Las Vegas, Nevada, Estados Unidos, la llamada, «Ciudad del pecado», y éste exigió de los escultores absoluta fidelidad y naturalidad. Para esto el obispo proveyó fotografías de los trece sacerdotes que servirían de modelos.

Para representar a Jesús hallaron, entre ellos, a uno cuyo rostro emulaba la fisonomía del Maestro en los antiguos lienzos. Los otros doce clérigos representarían a los demás.

Los escultores comenzaron su trabajo, y cuando terminaron la escultura de Judas, la representación era tan genuina que todo el mundo reconocía al sacerdote que sirvió de modelo. Eso era demasiado para el clérigo, y ante sus protestas hubo que alterar el rostro. Comentando sobre la objeción del sacerdote, el obispo dijo: «La verdad es que a nadie le gusta ser Judas.» El obispo tenía razón.

¿Quién querrá encarnar al apóstol traidor? Nadie. Así como nadie quiere que lo confundan con un Nerón o un Hitler, tampoco nadie quiere que lo conozcan como perverso o traidor. Todos deseamos tener prestigio social. Queremos que se nos vea como íntegros. Vivamos como vivamos, y seamos el peor de los pecadores, ponemos cualquier cara con tal de dar la apariencia de dignidad, nobleza y virtud.

La Sagrada Biblia dice que no hay hombre justo sobre la tierra, no hay quien haga lo bueno, ni hay quien nunca peque. Todos los seres humanos llevamos dentro —algunos más, otros menos— algo de Judas. Es por eso mismo, porque perfecto no es nadie, que Jesucristo murió en la cruz pagando el precio de nuestra redención.

En potencia la muerte de Cristo es el pago de la redención de todo el mundo. Eso es, en potencia, porque sólo el que, arrepentido, pide perdón por sus pecados y confía en la gracia de Dios, recibe el efecto transformador de la obra de Cristo en el Calvario.

Sólo tenemos que pedirle a Cristo que quite el Judas de nosotros y que lo reemplace con su integridad. Arrepentimiento personal, sincero y profundo, más fe en el Señor Jesucristo, es lo que nos trae esa transformación. Rindámosle hoy nuestra vida a Cristo. Él nos revestirá de su perfección.

Hermano Pablo.

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