Nuestra familia siempre ha estado dedicada a los negocios. Mis seis hermanos y yo trabajamos en el negocio de mi padre, en Mott, Dakota del Norte, un pequeño pueblo en medio de las praderas. Comenzamos a trabajar haciendo diferentes oficios, como limpiar el polvo, arreglar las repisas y empacar, luego progresamos hasta llegar a atender a los clientes. Mientras trabajábamos y observábamos, aprendimos que el trabajo era más que un asunto de supervivencia.
Recuerdo una lección de manera especial. Era poco antes de Navidad. Yo estaba en segundo de secundaria y trabajaba en las tardes, organizando la sección de los juguetes. Un niño de cinco o seis años entró en la tienda. Llevaba un viejo abrigo marrón, de puños sucios y ajados. Sus cabellos estaban alborotados, con excepción de un copete que salía derecho de la coronilla. Sus zapatos gastados, con un único cordón roto, me corroboraron que el niño era pobre -demasiado pobre como para comprar algo. Examinó con cuidado la sección de juguetes, tomaba uno y otro, cuidadosamente los colocaba de nuevo en su lugar.
Papá entró y se dirigió al niño. Sus acerados ojos azules sonrieron y un hoyuelo se formó en sus mejillas, mientras preguntaba al niño en qué le podía servir. Este respondió que buscaba un regalo de Navidad para su hermano. Me impresionó que mi padre lo tratara con el mismo respeto que a un adulto. Le dijo que se tomara su tiempo y mirara todo. Así lo hizo.
Después de veinte minutos, el niño tomó con cuidado un avión de juguete, se dirigió a mi padre, y dijo: "¿Cuánto vale ésto, señor?". "¿Cuánto tienes?", preguntó mi padre.
El niño estiró su mano y la abrió. La mano, por aferrar el dinero, estaba surcada de líneas húmedas de mugre. Tenía dos monedas de diez, una de cinco y dos centavos -veintisiete centavos. El precio del avión elegido era de tres dólares con noventa y ocho centavos.
"Es casi exacto", dijo mi padre, ¡Venta cerrada!. Su respuesta aún resuena en mis oídos. Mientras empacaba el regalo pensé en lo que había visto. Cuando el niño salió de la tienda, ya no advertí el abrigo sucio y ajado, el cabello revuelto ni el cordón roto. Lo que ví fue un niño radiante con su tesoro.
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