martes, 12 de agosto de 2014

VIVIENDO PARA SU GLORIA

“Y ahora, gloria sea a Dios, que puede hacer muchísimo más de lo que nosotros pedimos o pensamos, gracias a su poder que actúa en nosotros. ¡Gloria a Dios en la iglesia y en Cristo Jesús, por todos los siglos y para siempre! Amén.”
Efesios 3:21
Esta alabanza que cierra el capítulo tres del libro de Efesios, sale del corazón fortalecido de un prisionero. Pablo escribe desde la prisión, definiéndose a sí mismo como “prisionero de Cristo Jesús” (Efesios 3:1).
En nuestras reuniones de iglesia, y en nuestros diálogos entre creyentes, muchas veces sale de nuestros labios la expresión “¡Gloria a Dios!” o “¡La gloria sea a Dios!”. Con frecuencia se vuelve una expresión tan común y cotidiana, que a veces perdemos de vista el profundo y verdadero significado de esta expresión.
“¡Gloria a Dios en la iglesia!” exclama el apóstol. La pregunta que surge es: ¿cómo doy gloria a Dios en mi iglesia? ¿Qué es dar gloria a Dios en la iglesia y en Cristo Jesús? ¿Cómo puedo estar seguro de llevar esto a la práctica?
La Biblia nos dice que el Hijo es el resplandor de la gloria de Dios, la imagen misma de lo que Dios es. (Hebreos 1:3). Nada ni nadie ha revelado de manera más acabada y perfecta la gloria del Padre como el propio Hijo. Y Jesucristo nos revela Su gloria por ser la imagen de su misma sustancia, pues la gloria es inherente a Dios, Dios es gloria en sí mismo.
¿Cómo puedo entonces como creyente darle a Dios algo que Él mismo ya posee, algo que el propio Dios ya es? Se nos repite una y otra vez en nuestras congregaciones que “para la gloria de Dios vivimos”. ¿Qué tiene que ver mi vida de todos los días con esto?
La palabra de Dios nos revela que el nacido de nuevo ya no vive para sí, sino que Cristo vive en él:
 y ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí. Y la vida que ahora vivo en el cuerpo, la vivo por mi fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a la muerte por mí.”
Y el Padre y el Hijo hacen morada en los que le aman:
“Jesús le contestó: —El que me ama, hace caso de mi palabra; y mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a vivir con él.” (Juan 14:23)
Así como la gloria de Dios es parte de su propia naturaleza, reflejar la gloria de Dios es parte de la propia naturaleza del nacido de nuevo. No se puede ser hijo de Dios sin ser un reflejo de su gloria, pues precisamente tener el Espíritu de Cristo es lo que nos hace pertenecerle a Él. (“El que no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo.” Romanos 8:9)
Esta definición del creyente, esto que ya somos, y no al revés, es lo que hace que todo lo que hagamos en nuestras vidas, aún las cosas más elementales como comer y beber, sean para la gloria de Dios (1 Corintios 10:31).
No podemos agregar nada a la gloria de Dios, pues su gloria no depende de nosotros. Pero al ser hechos hijos de Dios debemos vivir reflejando su gloria en la tierra, en el lugar en que hemos sido puestos, en medio de aquellos que nos rodean, porque ya somos posesión suya y Él mora en nosotros. No cabe para el creyente otra posibilidad.
Comprendiendo esta verdad de base, es que las palabras de Pablo se vuelven más claras y sencillas de entender.
 Y ahora, gloria sea a Dios, que puede hacer muchísimo más de lo que nosotros pedimos o pensamos, gracias a su poder que actúa en nosotros…”
Vivimos para Su gloria gracias al poder de Dios que actúa en nosotros, por eso la gloria no es nuestra sino sólo del Señor.
“¡Gloria a Dios en la iglesia y en Cristo Jesús, por todos los siglos y para siempre! Amén.”
Cuán mayor es nuestra responsabilidad dentro de Su Iglesia, nuestro llamado a vivir y servirle como es digno de Aquél que nos sacó de una vida sin sentido y rescatándonos de las tinieblas nos hizo entrar en su luz admirable. No podemos dar gloria a Dios, ni vivir para la gloria de Dios, fuera de Cristo Jesús.
Nada podemos darle al Señor que Él necesite de nosotros, nada de lo que hagamos cambia lo que ya Él es, pero esto no nos exime de vivir para su gloria, de dejar manifestar en nuestro carácter, pensamientos y acciones los atributos del Señor de Señores: su amor, su misericordia, su benignidad, su sabiduría y humildad.
Si sientes que tu vida no honra a Dios y que nada de lo que haces es para Su gloria, no te desanimes. El poder de Dios actúa en los corazones y en las vidas de los que le buscan con sinceridad. Decide en tu corazón no seguir viviendo así y busca en oración al que tiene poder para hacer mucho más de lo que pedimos o pensamos.

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